9/3/23
Cuentos: "El saquito roto" - Poldy Bird
El saquito roto
Poldy Bird
Se llamaba María Isabel, pero le decían Nacha, no sabía por qué, y tampoco le importaba. Como tampoco le importaba que los chicos del caserío le gritaran "Nacha-cucaracha" o el almacenero le pidiera la plata antes de darle la botella de vino.
Lo único que verdaderamente le importaba era salir de la casilla de madera y chapa, tan oscura, tan húmeda, con esa sola ventanita demasiado alta que le impedía mirar hacia afuera.
Salir de la casilla y buscar piedras redondas y flores amarillas en el yuyal junto a las vías del ferrocarril.
Allí estaba enterrado Panchito, el caracol: "¡Sacá esa inmundicia de aquí!" le había gritado la abuela cuando ella lo puso sobre la mesa, y su padre de un manotazo lo dejó triturado, tan lindo que era con sus cuernitos mojados y su casa lisa, como de cáscara de huevo.
Casi todos los días Nacha ponía las flores silvestres sobre la diminuta tumba marcada con una madera.
Después se iba a mirar cómo trabajaban los hombres que construían el puente que uniría su ciudad con otra ciudad, para eliminar la barrera. Los hombres tenían cascos amarillos y brazos musculosos, almorzaban asado, y muchos mediodías le daban un pedazo de carne sobre un trozo de pan.
-Tomá, para que te terminen de crecer los dientes y no parezcas una vieja desdentada- bromeaban. Y Nacha se reía, se reía, encogiendo sus hombritos flacos.
Como garuaba, se puso el saquito roto, no fuera a ser que se le arruinara el pulóver que le había dejado la visitadora social. Siempre le había quedado grande y, aunque hacía tiempo que lo tenía, todavía le llegaba hasta el borde de la pollera. Un chalequito gris con agujeros en los codos y manchas que no salían a pesar de los fregados.
Se limpió los mocos con una manga y salió, escabulléndose de la abuela, que mateaba mientras sus ojos, distraídos, perseguían un sueño o quizá nada.
En los charcos formados durante la noche se mojó las zapatillas. Sintió un escalofrío en todo el cuerpo, el mismo escalofrío que la sacudía cuando regresaba de su vagabundeo y estaba su madre esperándola con los brazos en jarras y los ojos furiosos.
-¡Mocosa callejera! ¡En vez de quedarse para ayudar a la abuela! ¡Y mírese la pinta, roñosa! ¡Me mato trabajando para que sea gente y lo único que sabe es escaparse! En cinco casas lavé y planché hoy. Cinco casas...para que el vago de su padre se lo tome en tinto y la vaga de mi hija ande por ahí como un perro perdido. Yo, a los siete años, prendía el fuego, cocinaba, bombeaba el agua, cuidaba a mis hermanos más chicos.
Y ahí nomás le llovían los golpes en las mejillas, en la cabeza, en el traste.
-Hasta que me canse y me mande a mudar. Porquerías todos.
La abuela se la sacaba de las manos "¡Basta, basta, te ensañas con la chica!"
-Es que estoy cansada..., tan cansada...Esta vaga..., igualita que el padre.
-Tené paciencia, la Nacha no es mala...Hace cosas de chicos...El Juan no tiene suerte, ya va a encontrar algún trabajo en firme...Yo te entiendo, claro que te entiendo...Si no tuviera las piernas enfermas te ayudaría, pero qué se le va a hacer.
Nacha se paró junto a las vías. Los trenes pasaban despacito por la cuestión del puente. A veces se quedaban parados un rato allí y ella miraba las caras de la gente a través de los vidrios de las ventanillas. Casi nadie reparaba en su presencia.
Pero esa mañana sí, una señorita muy linda se asomó, le hizo señas y le tendió un billete.
-Tomá, para que te compres caramelos. Un hombre de corbata, un poco más atrás, le alcanzó unas monedas. Nacha se puso a caminar a lo largo del vagón y muchos otros le entregaron dinero.
Era la primera vez que le ocurría. Qué buena gente pensó.
Cuando el tren echó a andar y se perdió a lo lejos, Nacha reía, saltaba en dos pies, en un pie, daba vueltas como una marioneta.
Apretó las monedas y los billetes en sus manitas amoratadas por el frío y corrió hasta su casilla.
-Mirá, abuela, me lo dieron en el tren...
Mirá...-seguía riendo, mojada, desdentada, mientras se quitaba las zapatillas y la abuela contaba el tesoro.
-Trescientos pesos, Nacha ¡Qué bien!
Otras veces paró el tren y no dieron nada ...¿vos pediste?
-No, no pedí. Miré nomás.
-Vení para acá. Dejame ver..., dejame ver...Pero claro, si es ese saquito, el saquito roto. Desde mañana te lo vas a poner todos los días y te vas a quedar junto a la vía esperando que pare algún tren. Mirálos bien a los de adentro, ¿sabés?, y si no sueltan nada, vos estirá la mano para que se den cueta. ¿Entendiste? Así tu madre se pone contenta y no dice más que somos una carga. Así tu madre...se pone contenta...y no te pega más...ni piensa en irse y dejarnos solos...¿me entendiste?
Nacha no tiene tiempo de juntar flores amarillas para la tumba de Panchito. Tampoco tiene tiempo de hacer los deberes que le dan en la escuela -la visitadora social dijo que si no la mandaban a la escuela podrían ir presos-. Ni bien se quita el guardapolvo dudosamente blanco que le dió la cooperadora, la abuela le pone el saquito roto y la manda a las vías, a esperar los trenes que paran...
Hasta que anochece, Nacha se queda allí, estirando la mano, poniéndose en puntas de pie para golpear con sus nudillos los vidrios bajos de las ventanillas y avisarle a la gente que ahí está ella. Se aburre, se cansa mucho y le duelen las piernitas flacas. "Hay que aprovechar ahora, porque pronto van a terminar el puente y los trenes no se detendrán más", dijo su padre.
Nacha sueña de noche con trenes veloces que la persiguen, con trenes larguísimos que pasan junto a ella sin detenerse, y se despierta con la frente mojada de sudor.
Pero lo peor no es eso. Lo peor es que su madre ya no se pone contenta con lo que lleva, le parece poco, le grita igual que antes, le pega igual que antes y no quiere que se saque de encima ese saquito roto por cuyos agujeros le entra todo el frío del invierno y se le escapa toda la maravilla de la infancia.
Poldy Bird
19/11/22
"JUEGO DE SOMBRAS" - HERMANN HESSE - Cuentos
JUEGO DE SOMBRAS
La amplia fachada principal del castillo era de piedra clara y sus grandes ventanales miraban al Rin y a los cañaverales, y más allá a un paisaje luminoso y abierto de agua, juncos y pasto donde, más lejos aún, las montañas arqueadas de bosques azulados formaban una suave curva que seguía el desplazamiento de las nubes; sólo cuando soplaba el Foehn, el viento del Sur, se veía brillar los castillos y los caseríos, diminutas y blancas edificaciones en la lontananza. La fachada del castillo se reflejaba en la corriente tranquila, alegre y frívola como una muchacha; los arbustos del parque dejaban que su verde ramaje colgara hasta el agua, y a lo largo de los muros unas góndolas suntuosas pintadas de blanco se mecían en la corriente. Esta parte risueña y soleada del castillo estaba deshabitada. Desde que la baronesa había desaparecido, todas las habitaciones permanecían vacías, salvo la más pequeña, en la que como antaño seguía viviendo el poeta Floriberto. La dueña de la casa era la culpable de la deshonra que había recaído sobre su esposo y sus dominios, y de la antigua corte y de los numerosos y vistosos cortesanos de antaño ya nada quedaba excepto las blancas y suntuosas góndolas y el versificador silencioso.
El señor del castillo vivía, desde que la desgracia se había abatido sobre él, en la parte trasera del edificio, donde una enorme torre aislada de la época de los romanos oscurecía el patio angosto, donde los muros eran siniestros y húmedos, y las ventanas estrechas y bajas, pegadas al parque sombrío de árboles centenarios, grupos de grandes arces, de álamos, de hayas.
El poeta vivía en total soledad en su ala soleada. Comía en la cocina y a menudo transcurrían muchos días sin que viera al barón.
-Vivimos en este castillo como sombras -le dijo un día a uno de sus amigos de la infancia que había acudido a visitarlo y que no resistió más de un día en las inhóspitas habitaciones del castillo muerto. Antaño, Floriberto se había dedicado a componer fábulas y rimas galantes para los invitados de la baronesa y, tras las disolución de la alegre compañía, había permanecido en el castillo sin que nadie le preguntara nada, sencillamente porque su ingenuo y modesto talante temía mucho más los vericuetos de la vida y la lucha por el sustento que la soledad del triste castillo. Hacía mucho tiempo que no componía ya poemas. Cuando, con viento de poniente, contemplaba más allá del río y de la mancha amarillenta de los cañaverales el círculo lejano de las montañas azuladas y el paso de las nubes, y cuando, en la oscuridad de la noche, oía el balanceo de los árboles inmensos en el viejo parque, componía extensos poemas, pero que carecían de palabras y que nunca podían ser escritos. Unos de estos poemas se titulaba «El aliento de Dios» y trataba del cálido viento del sur, y otro se llamaba «Consuelo del alma» y era una contemplación del esplendor de los prados primaverales. Floriberto era incapaz de recitar o de cantar estos poemas, porque no tenían palabras, pero los soñaba y también los sentía, en particular por las noches. Por lo demás solía pasar la mayor parte de su tiempo en el pueblo, jugando con los niños rubios y haciendo reír a las muchachas y a las mujeres jóvenes con las que se cruzaba, quitándose el sombrero a su paso como si fueran damas de la nobleza. Sus días de mayor felicidad eran aquellos en los que se topaba con doña Inés, la hermosa doña Inés, la famosa doña Inés de finos rasgos virginales. La saludaba con gesto amplio y profunda inclinación, y la hermosa mujer se inclinaba y reía a su vez y, clavando su mirada clara en los ojos turbados de Floriberto, proseguía sonriente su camino resplandeciente como un rayo de sol.
Doña Inés vivía en la única casa que había junto al parque asilvestrado del castillo y que antaño había sido un pabellón anexo de la baronesa. El padre de doña Inés, un antiguo guarda forestal, había recibido la casa en compensación por algún favor excepcional que le había hecho al padre del actual dueño del castillo. Doña Inés se había casado muy joven regresando al pueblo poco después convertida en una joven viuda, y vivia ahora, tras la muerte de su padre, en la casa solitaria, sola con una sirvienta, y una tía ciega.
Doña Inés siempre llevaba unos vestidos sencillos pero bonitos, y siempre nuevos y de suaves colores; seguía teniendo el rostro juvenil y fino, y su abundante y morena cabellera recogida en gruesas trenzas ceñía su hermosa cabeza. El barón había estado enamorado de ella, antes incluso de haber repudiado a su mujer de costumbres disolutas, y ahora volvía a estarlo. Se encontraba por las mañanas en el bosque con ella, y por las noches la llevaba en barca por el río a una cabaña de juncos en los cañaverales; allí, su sonriente rostro virginal descansaba contra la barba prematuramente encanecida del barón, y los dedos finos de ella jugaban con la dura y cruel mano de cazador de él.
Doña Inés iba todas las fiestas de guardar a la iglesia, rezaba y daba limosna para los pobres. Visitaba a las ancianas menesterosas del pueblo, les regalaba zapatos, peinaba a sus nietos, las ayudaba en las labores de costura y, al marchar, dejaba en sus humildes cabañas el suave resplandor de una joven santa. Todos los hombres la deseaban, y al que fuera de su agrado y llegara en buen momento le concedía, además del beso en la mano, un beso en los labios, y el que fuera afortunado y bien parecido podía atreverse, cuando llegara la noche, a escalar su ventana.
Todo el mundo lo sabía, incluso el barón, pese a lo cual la hermosa mujer proseguía en total inocencia y con mirada sonriente su camino, como una muchachita ajena a cualquier deseo de un hombre. De tanto en tanto, aparecía un amante nuevo, que la cortejaba discretamente como a una belleza inaccesible, henchido de orgullo y de felicidad por la valiosa conquista, asombrado de que los demás hombres no se la disputaran y le sonrieran. La casa de doña Inés se levantaba apacible junto al lindero del parque siniestro, rodeada de rosales trepadores y aislada como en un cuento de hadas, y allí vivía ella, entraba y salía, fresca y tierna como una rosa una mañana de verano, con un resplandor puro en su rostro de niña y las pesadas trenzas aureolando su cabeza de finas facciones. Las ancianas pobres del pueblo la bendecían y le besaban las manos, los hombres la saludaban con profunda inclinación y sonreían a su paso, y los niños corrían hacia ella tendiéndole las manitas y dejándose acariciar en las mejillas.
-¿Por qué eres así? -le preguntaba a veces el barón amenazándola con mirada severa.
-¿Acaso tienes algún derecho sobre mí? -respondía doña Inés con ojos asombrados y jugando con sus trenzas morenas.
Quien más enamorado estaba era Floriberto, el poeta. A él el corazón le daba brincos cuando la veía. Cuando oía algún comentario malévolo sobre ella, sufría, sacudía la cabeza y no le daba crédito. Si los niños se ponían a hablar de ella, se le iluminaba el rostro y prestaba el oído como si escuchara una canción. Y de todos sus sueños, el más hermoso consistía en soñar despierto con doña Inés. Entonces lo adornaba con todo, con lo que amaba y con lo que le parecía hermoso, con el viento de poniente y con el horizonte azulado, y con todos los luminosos prados primaverales, que disponía a su alrededor; y en ese cuadro introducía toda la nostalgia y el cariño inútil de su existencia de niño inútil. Una noche, a principios de verano, tras un largo período de silencio, un soplo de vida nueva sacudió la torpeza del castillo. El estruendo de un cuerno atronó en el patio donde penetró un coche que se detuvo entre chirridos. Se trataba del hermano del barón que venía de visita, un hombre alto y bien parecido, que lucía una perilla puntiaguda y una mirada enojada de soldado, acompañado por un único sirviente. Se entretenía bañándose en las aguas del Rin y disparando a las gaviotas plateadas para pasar el rato. Iba con frecuencia a caballo a la ciudad cercana de donde regresaba por las noches, borracho, y también hostigaba ocasionalmente al pobre poeta y se peleaba cada dos por tres con su hermano. No paraba de darle consejos, de proponerle arreglos y nuevas dependencias, de recomendarle transformaciones y mejoras, que nada representaban en su caso, ya que él nadaba en la abundancia gracias a su matrimonio, mientras que el barón era pobre y no había conocido más que desdichas y sinsabores durante la mayor parte de su vida.
Su visita al castillo se debía a un capricho que ya le empezó a pesar al cabo de la primera semana. No obstante se quedó y no dijo ni palabra de marcharse, pese a que a su hermano la idea no le habría disgustado en absoluto. Y es que había visto a doña Inés y había empezado a cortejarla.
No pasó mucho tiempo y, un día, la sirvienta de la hermosa mujer lució un vestido nuevo, regalo del barón forastero. Y al cabo de otro poco, ya recogía junto a muro del parque los mensajes y las flores que le entregaba el sirviente del mismo barón forastero. Y tras unos pocos días más, el barón forastero y doña Inés se encontraron un hermoso día de verano en una cabaña en medio del bosque y él le besó la mano, y la boquita menuda y el cuello tan blanco. Pero cuando doña Inés iba al pueblo y él se cruzaba con ella, entonces el barón forastero la saludaba con una profunda reverencia y ella le agradecía el saludo como una muchacha de diecisiete años.
Volvieron a transcurrir unos días, y una noche que se había quedado solo, el barón forastero vio una nave con un remero y una mujer deslumbrante a bordo que descendía la corriente. Y lo que su curiosidad en la oscuridad no pudo saciar le quedó confirmado con creces al cabo de unos días: aquella a la que había estrechado contra su corazón a mediodía en la cabaña del bosque y a1 que había encandilado con sus besos surcaba las oscuras aguas del Rin por las noches en compañía de su hermano y desaparecía con él en los cañaverales.
El forastero se volvió taciturno y tuvo pesadillas. Su amor por doña Inés no era como el que se siente por un trofeo de caza apetecible sino como el que se siente por un valioso tesoro. Cada uno de sus besos lo colmaba de dicha y de asombro, asustado de que tanta pureza y tanta dulzura hubieran sucumbido a su reclamo. Con lo que a ella la había amado más que a otras mujeres, y junto a ella había recordado su juventud, y así la había abrazado con ternura, agradecimiento, y consideración a la vez. A ella que, cuando llegaba la noche, se perdía en la oscuridad con su hermano. Entonces se mordió los labios y sus ojos lanzaron destellos de ira.
Indiferente a todo lo que estaba sucediendo e insensible a la atmósfera de velada pesadumbre que se cernía sobre el castillo, el poeta Floriberto seguía llevando su apacible existencia. Le disgustaban las vejaciones y tormentos ocasionales del huésped del castillo, pero de antaño estaba acostumbrado a soportar escarnios de este tipo. Evitaba al forastero, se pasaba el día entero en el pueblo o con los pescadores a orillas del Rin, y se dedicaba a fantasear vaporosas ensoñaciones en el calor de la noche. Y una mañana tomó conciencia de que las primeras rosas de té junto al muro del patio del castillo empezaban a florecer. Hacía ya tres veranos que solía depositar las primicias de estas insólitas rosas en el umbral de la puerta de doña Inés y se alegraba de poder ofrecerle por cuarta vez consecutiva este modesto y anónimo regalo.
Aquel mismo día, a mediodía, el forastero se encontró con la hermosa doña Inés en el bosque de hayas. No le preguntó dónde había ido la víspera y la antevíspera a la caída de la noche. Clavó su mirada casi horrorizada en los ojos inocentes y apacibles y, antes de irse, le dijo:
-Vendré esta noche a tu casa cuando anochezca. ¡Deja la ventana abierta!
-Hoy no - respondió suavemente ella -, hoy no.
-Pues vendré.
-Mejor otro día. ¿Te parece? Hoy no, hoy no puedo.
-Vendré esta noche. Esta noche o nunca. Haz lo que quieras.
Ella se separó de su abrazo y se alejó.
Al anochecer, el forastero estuvo al acecho del río hasta que cayó la noche. Pero la barca no se presentó Entonces se encaminó hacia la casa de su amada y se ocultó detrás de un matorral con el fusil entre las piernas.
El aire era cálido y apacible. Los jazmines perfumaban la atmósfera y tras una hilera de nubecitas blancas el cielo se fue llenando de pequeñas estrellitas apagadas El canto profundo de un pájaro solitario se elevó en e parque.
Cuando ya casi era noche cerrada, giró con paso taimado un hombre junto a la casa, casi furtivo. Llevaba el sombrero profundamente hundido sobre los ojos, pero estaba todo tan oscuro que se trataba de una precaución inútil. En la mano derecha llevaba un ramo de rosas blancas que proyectaban una claridad apagada en la noche El que estaba al acecho agudizó la mirada y armó el fusil.
El recién llegado alzó la mirada hacia las ventanas de las que no brillaba luz alguna. Entonces se acercó a 1a puerta, se agachó y estampó un beso en el picaporte metálico de la puerta.
En ese instante surgió la llama, se oyó un estampido seco que el eco repitió suavemente en las profundidades del parque. El portador de las rosas dobló las rodillas, después cayó hacia atrás y tras unos breves espasmos silenciosos quedó tumbado de espaldas en la gravilla.
El que estaba al acecho permaneció todavía un buen rato oculto, pero nadie apareció y tampoco nada se movió en la casa silenciosa. Entonces salió con prudencia de su escondite y se agachó sobre la víctima de su disparo, que yacía con la cabeza descubierta pues había perdido el sombrero en su caída. Compungido, reconoció con asombro al poeta Floriberto.
-¡Así que él también! -se lamentó alejándose.
Las rosas quedaron esparcidas por el suelo, una de ellas en medio del charco de sangre del poeta. En el campanario del pueblo sonó la hora. El cielo se cubrió de nubes blancuzcas, hacia las que la inmensa torre del castillo se alzaba como un gigante que se hubiese dormido erguido. La corriente perezosa del Rin cantaba su dulce melodía y, en el interior del parque sombrío el pájaro solitario siguió cantando hasta pasada la medianoche.
17/11/22
"Lepra" - Eduardo Jauralde - Cuentos
Lepra
Al entrar en su despacho y acercarse a la librería notó que sus pies tropezaban con algún objeto olvidado sobre la moqueta o, más precisamente, que pisaban algo así como migajas de pan, ligeramente endurecidas y crujientes. Sacudió una pierna, como si pateara un balón imaginario, pensando que tendría que decirle a la asistenta que pasara la aspiradora con más esmero, y se sentó delante de su escritorio, donde permaneció trabajando una hora o dos con notable eficacia pues se sentía el ánimo optimista y la mente despejada al salir de aquel interminable verano que había resultado particularmente caluroso. Cuando se levantó para irse a preparar un café que le permitiera seguir trabajando una par de horas más, se acordó de las migajas de pan que había pisado al entrar y bajó la vista hacia el suelo donde brillaban, efectivamente, unos puntitos negros fácilmente visibles sobre el crema crudo de la moqueta. Pensó que las migas de pan no tienen ese color y que, de todas formas, nadie comía pan en su despacho y se agachó para identificar aquellos minúsculos puntitos. «Son letras», dijo casi en voz alta, asombrado, tratando de atrapar una entre sus dedos. Cuando al fin lo consiguió (no fue tarea fácil pues las letras se enganchaban entre los pelos de la moqueta) alzó la mano hasta la altura de sus ojos para observar; era una jota mayúscula, un poco torcida y deformada (se le había desprendido el punto), pero fácilmente reconocible. La depositó con cuidado sobre el borde de una balda y trató de coger algunas más sin conseguirlo al principio, pues sus dedos eran gruesos y toscos, hasta que se dio cuenta de que la operación resultaba mucho menos complicada si se los ensalivaba ligeramente para que las letras se quedaran pegadas. Súbitamente le asaltó una idea terrible y, poniéndose en pie, como movido por un resorte, alcanzó uno de los libros alineados en los anaqueles a la altura de sus ojos: era una edición de bolsillo de las Confesiones, de San Agustín que él había adquirido hacía ya muchísimos años, en sus tiempos de estudiante. Lo abrió al azar y fue dejando correr las páginas entre sus dedos, como si se abanicara con ellas, hasta que detuvo el movimiento con un gesto brusco en los folios treinta y cuatro y treinta y cinco, que estaban casi enteramente en blanco, sobre todo el treinta y cinco; miró las páginas anteriores y constató, desolado, que ellas también habían perdido parte de sus letras, incluso al título se le había caído la EFE y el autor había perdido la última sílaba, que había arrastrado en su caída la tilde de la te. Volvió a colocar el volumen en su sitio y estuvo inspeccionando todos los que estaban en el mismo renglón e, igualmente, los de las estanterías inmediatamente superiores o inferiores, hasta conocer la extensión exacta del desastre. La caída de las letras parecía haber comenzado por la parte izquierda del mueble, a la altura de la segunda estantería, precisamente, en los Contos de Eça de Queiros, publicados por Lello & Irmao Editores, Oporto, sin fecha, y había afectado, de manera más o menos grave a, por lo menos, una veintena de volúmenes, entre ellos las ya citadas Confesiones de San Agustín.
Aquella noche, con el cerebro algo descompuesto por aquel percance, por llamarlo de alguna manera, no consiguió conciliar el sueño y permaneció desvelado, tratando de encontrar una explicación lógica a tan extraño fenómeno. Pasadas las doce, se levantó y, en pijama y pantuflas, volvió a la biblioteca para asegurarse de que había recogido todas las letras caídas por el suelo, y poder comprobar, a la mañana siguiente, si los libros seguían desletreándose o si se había tratado de un suceso insólito pero, por ello mismo, irrepetible.
Amaneció bastante desmadejado por la mala noche pasada (se había quedado dormido al alba) diciéndose que seguramente había sido víctima de una pesadilla absurda y que, por lo tanto, no existía razón alguna para que se precipitara hacia su gabinete de trabajo, donde sus libros descansarían, como de costumbre, esperando que los primeros rayos de sol vinieran a acariciar sus tapas aletargadas. Se duchó sin prisas y se desayunó copiosamente, para que sus ideas se clarificaran y ordenaran en su cerebro, y, cuando hubo terminado, se dirigió a su despacho, relajado y sereno: unos montoncitos de letras yacían sobre la moqueta; una montaña insignificante, una minúscula cordillera cuyas últimas estribaciones iban a morir al pie del extremo derecho de la librería, allí donde guardaba los tomos de lujo, encuadernados en piel. Era un espacio especial, reservado y protegido de los rayos de sol que podían menoscabar el color de las tapas, porque él, después de mucho pensarlo, había ido desechando todos los criterios que se le habían ocurrido para ordenar sus libros (por temas, por autores, por épocas, por países, etc) y se había limitado a ir poniéndolos unos al lado de otros conforme los iba comprando (o hurtando, eso según) obedeciendo a lo que él había llamado un orden cronológico existencial. Sólo había hecho una excepción con los volúmenes de lujo, los tomos de obras completas de Aguilar, por ejemplo, o la colección francesa de La Pleyade por la que sentía una devoción particular. Ahora ya no le cabía ninguna duda, la enfermedad no sólo era real, sino que, desgraciadamente, era también contagiosa y afectaba indiscriminadamente a todos los volúmenes, incluso a aquellos que parecían mejor conservados y más lujosamente encuadernados, fuera cual fuese su edad, su precio, su posición en el mueble o su valor sentimental. Una buena parte de la mañana se le fue comprobando los destrozos que la lepra había causado aquella noche; algunos le dolieron en su propia carne: de las Rimas y leyendas de Bécquer en la colección Austral (su vigésima edición, de 1959) que él había leído, sentado en un banco del Retiro, a su primera novia que le escuchaba con arrobo, no quedaba ninguna hoja completa y algunas rimas habían perdido estrofas enteras, y de los Cuentos ilustrados por el autor, de Pedro Figari, editado en Montevideo por ARCA diez años después, es decir en 1969, se habían caído también algunas ilustraciones, las más frágiles y delicadas, y le fue imposible reconocer a los personajes por el suelo porque seguramente se habían descoyuntado con la caída y sus miembros andaban dispersos, confundidos con las letras.
La cabeza le daba vueltas mientras trataba de buscar una solución para atajar el mal cuyo origen no llegaba a imaginar. Pensó primero que se trataba ciertamente de una reacción alérgica producida por algún polen desconocido o maligno que se había colado por las ventanas abiertas durante los largos meses de aquel cálido verano, aunque, pensándolo mejor, bien podía tratarse de una contaminación química originada por una de las numerosas fábricas que escupían sus residuos tóxicos durante la noche, cuando los sufridos ciudadanos dormían apaciblemente. Pensó que, con mucha paciencia y una razonable cantidad de pegamento, quizás consiguiera recomponer los libros que se le habían descompuesto; bastaba con recoger todas las letras caídas e ir pegándolas en el lugar que les correspondía. El choque emocional que había sufrido le había afectado tan profundamente que su espíritu, desorientado por el carácter insólito de la lepra que se cebaba sobre sus libros, no fue capaz de discernir lo disparatado de aquella empresa. Durante el resto de la mañana y hasta bien entrada la tarde estuvo esforzándose por poner en práctica su idea salvadora, pero no consiguió más que aumentar su nerviosismo y pringar todo su escritorio de pegamento. Aunque utilizó cuantos instrumentos pudo encontrar a mano (las puntas de unas tijeras, la plegadera, una regla, etc) las mínimas letras eran difíciles de manipular y una vez que había conseguido seleccionarlas y embadurnarlas de pegamento, se le quedaban pegadas a las yemas de los dedos de los que sólo lograba desprendérselas después de interminables forcejeos y gesticulaciones. Y cuando al fin lograba completar una línea se percataba, desolado, que ésta se le había torcido o que había mezclado las tipografías o que los espacios no guardaban siempre la misma distancia entre sí... todo quedaba deslucido y feo.
Aquella noche la pasó entera en su escritorio, convencido de que su presencia allí era indispensable para detener la propagación del mal y la consiguiente caída de las letras, y así fue en efecto: nada sucedió, ninguna letra se desprendió del lugar que ocupaba en la página y, a la mañana siguiente, cuando los primeros rayos de sol iluminaron la moqueta al pie de la librería, pudo comprobar aliviado que el suelo aparecía efectivamente inmaculado, limpio. «Ahora que hemos detenido el avance de la enfermedad, tenemos que destruir las causas», se dijo. Fue al cubículo donde la asistenta guardaba la aspiradora y volvió con ella al despacho, decidido a terminar con aquel polen maligno o residuo tóxico que roía las entrañas de sus libros. La enchufó y, antes de realizar la operación a gran escala, como si temiera algún percance imprevisto, efectuó una prueba con un libro por el que no sentía mucho interés, un viejo diccionario de Inglés-Francés y viceversa a cuyo canto acercó el tubo de la aspiradora después de haber accionado el botón de puesta en marcha. Aunque inconscientemente se lo había estado temiendo, se quedó anonadado al comprobar el resultado: las letras, que seguramente estaban debilitadas por la lepra, sin fuerzas para agarrarse a la página, se desprendieron de ésta con un ligero crujido, como tejido de seda que se desgarra, y desaparecieron por el tubo de la aspiradora, respetando, eso sí, un riguroso orden alfabético. Estuvo meditando largo rato, de pie en el centro de la pieza, sin soltar el tubo de la aspiradora que seguía ronroneando sin que él la oyera. No le quedaba más remedio que pasarse las noches vigilando si quería salvar lo que quedaba de su biblioteca. Fue a la cocina, se preparó un termo de café fuerte y, al volver a su despacho, entreabrió la ventana para que el fresco de la noche le ayudara a mantenerse despierto. Después se sentó en su sillón a esperar.
El lunes por la mañana, cuando la mujer de la limpieza, la asistenta como él la llamaba, llegó y buscó su aspiradora en el lugar donde habitualmente la guardaba, no la encontró. La buscó por toda la casa, empezando por la cocina y al final, un poco perpleja, abrió la puerta del despacho del señorito. Éste parecía haberse quedado dormido en su sillón con una taza de café vacía caída a sus pies, pero lo más insólito no era eso; unos enjambres de minúsculas maripositas negras (al menos eso le pareció) se escapaban de los estantes de la librería, revoloteaban por el cuarto, chocaban contra los muebles, y huían, al fin, por la ventana entreabierta...
Eduardo Jauralde
16/11/22
"EL SALTO" - HERMANN HESSE - Cuentos
Al intentar recoger para la preciada posteridad la vida del noble Willibald vom Ármel, el Joven, somos perfectamente conscientes tanto de la dificultad de nuestra tarea como de lo poco modernos que son estos trabajos y cuán mal considerados están. Una época que teje coronas para el inventor del cascanueces atómico y sólo consigue contener la afluencia del público a los viajes dominicales a Saturno con ayuda de grandes efectivos policiales, una época que sólo reconoce y venera el éxito material y los esfuerzos deportivos mesurables, no respetará, ni hará justicia ni tampoco se interesará por las hazañas de la estilística ni por los intentos de afinar el piano de Gottwalt Peter Harnischen, por no citar ya nuestra tentativa de honrar la memoria de Willibald vom Ármel, el Joven. En cambio, nos consuela y nos da ánimos pensar que los adoradores de esos estilistas, de ese Walt Harnisch o de nuestro bienaventurado Willibald vom Ármel, y quienes desdeñan el éxito y el progreso, saldrían muy malparados si actuaron pen
sando en la aprobación de los héroes recordman o de los excursionistas que pasan los domingos en la luna. Suponiendo que exista algo así como una ambición, que nos espolonee y nos anime, ésta es de otro tipo, más noble y más elevada.
El noble arte que Willibald practicó durante toda su vida no fue un invento suyo, lo aprendió ya de niño de su padre, y también éste ya había tenido antepasados y predecesores hasta un remoto pasado. En cualquier caso, él, Willibald el Viejo, no aprendió y comenzó a practicar el elevado ejercicio, que por lo general suele designarse como «El salto», a edad demasiado temprana, sino sólo cuando ya era adulto. Lo poco que sabemos de su vida puede resumirse en breves palabras. Era hijo de un oficial, que le educó con métodos severos y soldadescos y quería hacer de él también un oficial, pero no consiguió este propósito, pues Willibald, amargado por la dureza y severidad del padre, se resistió con firme obstinación a aquellos planes. Aunque por naturaleza se parecía a su padre y estaba muy bien dotado para los ejercicios deportivos y militares, se negó constantemente a seguir la profesión que aquél le había destinado y, con testaruda obstinación, dedicó su atención precisamente a aquellas ocupaciones y estudios que veía eran objeto de la mofa y el desprecio del padre: la literatura, la música, las ciencias filológicas. Logró imponer su voluntad y se hizo profesor. Adquirió fama como autor de la canción Cómo alegra abril el corazón la cual se cantó mucho durante décadas y fue una de las piezas favoritas de todos los cancioneros para estudiantes secundarios. Verdad es que las generaciones posteriores olvidaron tanto el texto como la melodía de la canción, se burlaron de su estilo, que había alegrado a toda una generación, y la eliminaron de los libros escolares. No sabemos si Willibald el Viejo alcanzó a vivir estos hechos, aunque sin duda le habría preocupado muy poco, pues cuando llevaba algunos años enseñando en escuelas secundarias, murió su padre, y nada más suceder esto, desapareció la actitud despectiva de Willibald con respecto a la vida de los soldados y oficiales, y con ella desaparecieron también sus aficiones musicales, que había exagerado por orgullo. Una vez desvanecida la autoridad contra la que tan firmemente se había rebelado, siguió alegremente las aptitudes e impulsos heredados, abandonó la gramática y la lira, inició la carrera de oficial y pronto dejó atrás los primeros escalafones. Luego, gracias a una misión en tierras del Este, conoció el Oriente y allí tuvo un encuentro que sería determinante en su vida. Tuvo oportunidad de contemplar las danzas derviches. Al principio lo hizo con esa actitud de curiosidad algo desdeñosa y escéptica que tantos occidentales consideran obligada en esas tierras, pero cada vez fue quedando más cautivo por la fuerza del entusiasmo y la entrega total que animaba a esos devotos danzarines y uno de ellos, un joven derviche de alta talla y actitud casi sobrehumana, cautivó particularmente su atención y conquistó su admiración y su amor. No cejó hasta conseguir establecer contacto y finalmente una amistad con ese Achmed. Y a través de él aprendió Willibald ese raro ejercicio a cuyo servicio estaría dedicada su vida y más adelante la de su hijo: el salto sobre la propia sombra. Desde el momento en que descubrió que Achmed se retiraba frecuentemente para ejecutar ciertos ejercicios, durante los cuales se protegía cuidadosamente de cualquier mirada curiosa, no paró hasta conseguir que el derviche le confiara su secreto. A su apremiante pregunta de qué hacía tan solitario y escondido, Willibald recibió con sorpresa esta breve respuesta: «Salto sobre mi propia sombra.»
«Pero eso es imposible», exclamó Willibald, «es una locura.» «Ya lo verás», fue la repuesta de Achmed y convocó a su amigo para el día siguiente a una cierta hora en un lugar apartado detrás de los establos de una caravana. Y allí el occidental le vio saltar sobre su sombra, es decir: le vio saltar con tanta agilidad y rapidez, que no pudo dictaminar si el saltador había sido realmente más rápido o no que la sombra que competía con sus saltos sobre la arena. La sombra no permanecía quieta ni un momento, y el dueño de la sombra no parecía sentir la gravedad, saltaba y giraba en incesantes y veloces saltos como una mariposa o una libélula, plenamente concentrado en los brincos, giros, vueltas. Y no sólo no quedó claro si había saltado o no por encima de la sombra, sino que ello había perdido toda importancia para el sorprendido espectador, se había olvidado de prestarle atención, contemplaba al saltarín con la misma emoción y admiración, con la misma intuición de un milagro y una gracia divina, con que había contemplado en aquella ocasión la danza del coro derviche. Cuando Achmed concluyó su ejercicio, permaneció un rato quieto con los ojos cerrados, aparentemente ni acalorado ni mareado ni cansado, con una expresión de íntima satisfacción en el rostro. Cuando abrió los ojos, Willibald le dio las gracias con una profunda reverencia, como la que había practicado para la recepción del sultán. Le preguntó al amigo en qué pensaba mientras saltaba. «¿En quién?», dijo éste en voz baja. «En Aquél que no necesita saltar.» De momento, Willibald no comprendió. «... ¿no necesita saltar?», repitió en tono interrogante. Y Achmed: «Él es la luz misma y no tiene sombra.»
Hasta ese momento, la vida de Willibald el Viejo había sido una vida de metas, de esfuerzos y de ambición, primero había procurado ganar fama y admiración como maestro, como poeta y músico, luego siendo oficial había buscado la consideración y bienquerencia de sus superiores. En ese momento todo cambió. Su meta ya no estaba fuera de su persona y su felicidad, su satisfacción ya no podían ser realzadas o disminuidas desde el exterior. Desde ese momento, su meta fue alcanzar algo de la satisfacción y la luz que había visto brillar en la cara de Achmed después de saltar su sombra, su ansiedad tenía ese grado de fervor que había presenciado por primera vez en la danza revoloteante de los derviches y que ahora acababa de ver, más callada pero también más sublimada, en la devota danza del salto de la sombra.
Pese a que estaba acostumbrado a hacer rigurosos ejercicios físicos de muchas clases, tardó mucho tiempo en alcanzar, no ya la perfección de su amigo, pero sí al menos una cierta habilidad.
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15/11/22
"El señor fiscal" - Federico Andahazi Kasnya - Cuentos
El azar traza caminos curiosos- hilos sutiles que unen venturas e infortunios -, cuyos oscuros arreglos sólo se perciben a la luz impiadosa del paso del tiempo. El mismo año en que en un pabellón de la enfermaría municipal de Ruán, Normandía, nacía Gustav Flaubert, a la misma hora - por así decirlo- pero en París, una partera asistía el alumbramiento de una criatura "maldita": Charles Baudelaire. Pese a que no existe fehaciente constancia de que uno y otro se hubieran conocido, se diría que el destino de ambos estuvo escrito por la misma pluma. Mientras uno cursaba sus tortuosos estudios de derecho y se quejaba con amarga y juvenil soberbia del Código Civil - "aquel estúpido disparate" -, el otro paseaba sus provocativos cabellos teñidos de verde por el Bois de Boulongne.
Algunos años después, cuando aquellos adolescentes que vivieron la bohemia parisina a lo bon vivant, se habían convertido en jóvenes precozmente envejecidos, el destino volvió a tocarlos con el mismo índice; el año en que Baudelaire publicaba Les fleurs du mal, el editor de Flaubert daba a conocer Madame Bovary. Y otra vez la fatalidad llegaba para unirlos: con apenas unos meses de diferencia, el Ministerio Público había decidido denunciar ambas obras ante los tribunales. Los empleados de las librerías no acababan de acomodar los ejemplares sobre las mesas exhibidoras cuando, por el otro extremo, la policía empezaba a retirarlos. Para Las flores del mal se alegaron cargos de blasfemia e indecencia. A Madame Bovary le endilgaron los de inmoralidad y pornografía.
En estas circunstancias, Flaubert y Baudelaire resultaron ser parte de una trinidad cuyo vértice inferior era un oscuro funcionario de la justicia francesa: el fiscal Antoine Pellian. Afortunadamente, la historia no ha dejado demasiadas huellas de monsieur Pellian. El mismo ignoto censor se ocupó de que esto fuera así. Y tuvo tres razones: se dice que el fiscal jamás pudo sobreponerse al bochorno que le ocasionó su acusación a Flaubert. Fue objeto de las más despiadadas burlas en toda Europa. Alguien a dicho que "ya que el honorable mundo de los filisteos se atreve a inmiscuirse donde nada tiene que hacer y meter las narices donde no lo llaman, justo es que se atenga a las consecuencias". Y eso mismo fue lo que hizo monsieur Pellian: no tuvo otro remedio que renunciar a la Justicia.
Antoine Pellian era un hombre poco agraciado. No lo adornaba el don de la locuacidad ni lo asistía la merced de la inteligencia. Según consta en un óleo de ignota autoría, el fiscal era un hombre de facciones inflamadas; los párpados semicerrados le conferían un aspecto somnoliento. Un severo prognatismo que basamentaba su rostro sobre una suerte de balcón maxilar completaba el retrato de un perfecto idiota. El único hecho notable que consta en su inexistente biografía fue, justamente, el de haber sido el acusador de Flaubert y de Baudelaire. Monsieur Pellian era un ferviente nostálgico de la Sagrada Congregación del Índice, creada durante el reinado de Inocencio III en el Concilio Tridentino. Como fiscal del Ministerio Público, llegó a pedir para Las flores del mal, su inclusión en el Index librorum prohibitorum. El juez de la causa se vio obligado a anoticiarlo de que tales catálogos habían sido abolidos ciento cincuenta años antes. Toda noticia ulterior sobre Antoine Pellian se pierde tras su bochornosa participación en este proceso.
Sin embargo, como ha quedado consignado al comienzo de estas notas, el tiempo se encarga de echar luz y de amarrar acontecimientos en apariencia distantes. Existió por aquellos días un excéntrico personaje llamado Jacques Pelian que gozó de cierta ridícula fama. Se lo conoció como el fou de la Trinité a raíz de cierto episodio que consta en la prensa francesa de la época. Me adelanto a decir que, sin forzar demasiado las cosas, no es difícil deducir que Antoine Pellian y Jacques Pelian fueron, en realidad, la misma persona. En una ignota revista satírica en la cual se menciona el caso que habré de relatar, puede verse una caricatura del sujeto de marras de asombroso parecido con el retrato arriba mencionado. Al pie del dibujo puede leerse: Jacques Antoine Pelian, fou de la Trinité.
Según me atrevo a conjeturar, las cosas debieron de haber ocurrido del siguiente modo. El fiscal renunciado, presa de la vergüenza, decidió cambiar su primer nombre por el segundo y cercenarle a su apellido una "L". Quiso el azar y su olfato para los buenos negocios que el viejo acusador de poetas contrajera matrimonio con la heredera de la más importante fábrica de corchos de Francia. Monsieur Pellian enviudó antes de que se cumpliera el primer aniversario de las nupcias. Dedicado por completo al negocio del caucho, llegó a ser uno de los hombres más ricos de Francia. Pero conforme crecía su patrimonio, en la misma proporción se iba desatando en su espíritu un arrebato místico rayano en la enfermedad. Vestía unos curiosísimos atavíos medievales y llegó a tener un aspecto semejante al de Paulo IV.
Monsieur Pellian había encontrado una nueva pasión: la lectura. Todos los días el viejo inquisidor llegaba a su residencia de Montmartre cargado de libros. Toda la actividad que emprendía la desarrollaba con una pasión enfermiza; se decía que en la planta superior había hecho construir una biblioteca que "ocupaba la superficie completa de las paredes. Tal era la cantidad de ejemplares que llegó a coleccionar que pronto la planta superior se había hecho inaccesible".
La fastuosa residencia de Montmartre resultó poco espaciosa para que pudieran convivir con tal cantidad de libros, de modo que decidió convertirla en su biblioteca personal y mudarse a un sitio digno de su magnánima existencia. Compró un lote en la campiña de Provenza, contrató al mejor arquitecto de París y mandó que construyeran un palacio que habría de consagrar a la Santísima Trinidad. Con su propia mano trazó en un papel las torpes líneas que animaban su febril imaginación y se lo mostró al arquitecto. El palacio, inspirado en las antiguas basílicas, presentaba la forma de una cruz latina. El crucero se extendería más allá de los confines de las paredes de las naves. El inmenso salón iba a estar en el centro de la cruz. Su ábside estaría sostenido por tres columnas majestuosas que representarían a cada uno de los fundamentos de la Santa Trinidad: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
El viejo fiscal se encerró durante dos eternos años en su biblioteca de Montmartre a esperar. Jamás perdió su pasión por los libros, que ya empezaban a invadir la planta inferior; apenas si podía desplazarse entre laberínticos pasillos abiertos entre los volúmenes apilados ya sin arreglo a forma ni orden ninguno.
Una templada mañana de junio, monsieur Pelian fue informado de que la obra estaba concluida. El otrora acusador ingresó, extasiado, en su flamante y majestuosa morada. Era un verdadero prodigio; nada tenía que envidiar a los más fastuosos palacios de Europa. Sin embargo, para su estupor, cuando ingresó en el salón de la Santísima Trinidad, descubrió que los tres pilares eran, en realidad, cuatro. Presa de la ira, despidió al arquitecto y, sin miramientos, ordenó que se quitara aquella inopinada columna. Ni siquiera llegó a escuchar las sensatas explicaciones del arquitecto. Otros dos años tuvo que permanecer monsieur Pellian en su biblioteca privada de Montmartre antes de instalarse definitivamente en el remozado Palacio de la Santísima Trinidad.
Muy poco tiempo iba a durar el esplendor de la mansión de Provenza. Sutilmente, las paredes de la sala empezaron a cuartearse. Las pequeñas rajaduras se obstinaban en reaparecer cada vez que eran reparadas. El palacio se quejaba con unos amenazantes crujidos. Los clientes de Pelian hacían cada vez menos frecuentes sus visitas; la servidumbre se redujo de treinta a unas cinco leales almas, que también acabaron por abandonarlo. Los seis perros Dalmacia y los papagayos que andaban sueltos por las alturas del ábside al más seguro aire libre de la campiña. La capa púrpura del señor fiscal estaba salpicada de un fino pedregullo y la cabellera se le encaneció a merced del polvo de yeso. Sentado en el centro de su propio capricho y confiado en la protección del Todopoderoso, monsieur Pelian pudo sentir cómo el mundo empezaba a cimbrar por la bóveda de su cielo. Se encomendó a la Santísima Trinidad, cerró los ojos y se aferró a los brazos del sillón. En el mismo momento en que un pesado ornamento cayó a su lado, pudo más el terror que el temple y en un rapto de cordura corrió hasta la puerta y, una vez traspuesta, siguió su desesperada huida hasta llegar al bosque. Aquel mismo día partió a su vieja residencia de Montmartre. Al cálido cobijo de sus libros, se felicitó por su decisión.
Era aquella una buena noche para leer. Tomó un volumen por el lomo: estaba atascado por la presión de tantos libros. Tiró con un poco más de fuerza y entonces, en una caída unánime hecha de polvo, papel y madera, los miles de ejemplares y las decenas de bibliotecas se derrumbaron sobre la indefensa humanidad del viejo fiscal.
El prefecto de policía que rescató el cadáver de monsieur Pelian no podía salir de su asombro; los infinitos volúmenes esparcidos como escombros sólo respondían a dos únicos títulos: Les fleurs du mal y Madame Bovary. Si de algo no podía acusarse al difunto fiscal era de falta de empeño: había consagrado los últimos años de su vida a evitar que las satánicas obras se propagaran como semillas en el viento.
En Provenza aún nadie se explica cómo un viejo palacio sostenido en tres escuálidas columnas ha podido mantenerse en pie hasta nuestros días.
14/11/22
"EL DETALLE" - Jorge Tempio - Cuentos
Llovía con esa furia y esa tristeza agitada de la mañana de Bs. As. cuando toda la gente marcha apurada a sus trabajos. Era un día de uno de los tantos inviernos con lo que fuí envejeciendo rápida, insípidamente y de los que ya casi no recuerdo a no ser por este episodio. Viajaba en mi auto por Gral. Paz, camino a Lugano, la lluvia me atacaba con finas ráfagas desde mi ventana abierta apenas para no empañar los vidrios, y desde el frente con gotitas de lodo que como proyectiles levantaban los autos.
El limpiaparabrisas iba y venía arrastrando los impactos de lluvia amarronada, limpiaba o ensuciaba y yo veía o dejaba de ver. Me mojaba a veces y subía el vidrio que se empañaba, entonces lo bajaba y desaceleraba o aceleraba, mientras tanto me mojaba y volvía a subir el vidrio que se empañaba. Todo para mantener el delicado equilibrio entre la vida y la muerte dentro mi viejo fitito.
De repente, borrosas luces rojas por todas partes y el tráfico se convierten en una extensa caravana mortuoria, enlentecida sabría después, por el ejercicio del derecho a la morbosidad inherente del ser humano.
El cuerpo humeante aún, sin vida de un hombre yace en el asfalto, mostraba impúdico sus entráñas a los que querían y a los que no querían ver.
Estaban, como siempre los curiosos que no se paran a ayudar sino tan solo para ver. Algunos maldicen porque llegarán tarde al trabajo y otros simplemente nos conmovemos unos instantes.
Recuerdo sin ir más lejos, en una época que viajaba en tren y no era poco frecuente que alguien eligiera suicidarse por esa vía, las del tren precisamente, escuchar a pasajeros maldecir su suerte al enterarse que alguien se había arrojado en el carril en el que justamente viajaban, demorándolos.
Me pregunté si habrá imaginado una muerte así, si tendría parientes, si alguien lo esperaba... hasta que dejé de hacerme preguntas. Dejar de hacerme preguntas es algo que aprendí hace tiempo, cuando aún me preguntaba para que vivía o cosas así. Por una razón especulativa, siempre preferí vivir; me decía que desde la vida siempre se puede elegir oportunamente la muerte, del camino inverso en cambio nadie podía asegurar nada. Hoy ese razonamiento no me parece tan claro, pero en fin, en su momento me sirvió y como dije ya no me hago preguntas...
De ese día poco más hay que decir, ya que el cadáver se acomodó rápidamente a la monotonía de la vida ciudadana y lo último que recuerdo de la gran caravana es que siguió su curso, no sin antes despedir al finado con destellos de salvas de luces de stop , de balizas y persistentes bocinazos.
Ah... me olvidaba , la lluvia seguía mojándome. A lo lejos, muy a lo lejos escuchaba resonar una sirena mientras aguardaba al lado del cuerpo a que me detuviera la policía.
12/11/22
"Discurso del oso" - Julio Cortázar - Cuentos
Soy el oso de los caños de la casa, subo por los caños en las horas de silencio, los tubos de agua caliente, de la calefacción, del aire fresco, voy por los tubos de departamento en departamento y soy el oso que va por los caños.
Creo que me estiman porque mi pelo mantiene limpios los conductos, incesantemente corro por los tubos y nada me gusta más que pasar de piso en piso resbalando por los caños. A veces saco una pata por la canilla y la muchacha del tercero grita que se ha quemado, o gruño a la altura del horno del segundo y la cocinera Guillermina se queja de que el aire tira mal. De noche ando callado y es cuando más ligero ando, me asomo al techo por la chimenea para ver si la luna baila arriba, y me dejo resbalar como el viento hasta las calderas del sótano. Y en verano nado de noche en la cisterna picoteada de estrellas, me lavo la cara primero con una mano, después con la otra, después con las dos juntas, y eso me produce una grandísima alegría.
Entonces resbalo por todos los caños de la casa, gruñendo contento, y los matrimonios se agitan en sus camas y deploran la instalación de las tuberías. Algunos encienden la luz y escriben un papelito para acordarse de protestar cuando vean al portero. Yo busco la canilla que siempre queda abierta en algún piso; por allí saco la nariz y miro la oscuridad de las habitaciones donde viven esos seres que no pueden andar por los caños, y les tengo algo de lástima al verlos tan torpes y grandes, al oír cómo roncan y sueñan en voz alta, y están tan solos. cuando de mañana se lavan la cara, les acaricio las mejillas, les lamo la nariz y me voy, vagamente seguro de haber hecho bien.
24/12/17
Cuentos. "EL CUENTO DEL SILLÓN DE MIMBRE" - HERMANN HESSE [24-12-17]
Un joven estaba sentado en su solitaria buhardilla. Le hubiese gustado llegar a ser pintor; pero para ello debía superar algunas cosas bastante difíciles, y para empezar vivía tranquilamente en su buhardilla, se iba haciendo -algo mayor y había adquirido la costumbre de pasarse horas ante un pequeño espejo y dibujar bocetos de autorretratos. Estos dibujos llenaban ya todo un cuaderno, y algunos le habían complacido mucho.
-Considerando que aún no poseo ninguna preparación en absoluto -decía para sus adentros-, esta hoja me ha salido francamente bien. Y qué arruga más interesante allí, junto a la nariz. Se nota que tengo algo de pensador o cosa por el estilo. únicamente me falta bajar un poquito más las comisuras de la boca, eso crea una impresión singular, claramente melancólica.
Sólo que al volver a contemplar los dibujos al cabo de cierto tiempo, en general ya no le gustaban nada. Eso le incomodaba, pero dedujo que se debía a que estaba progresando y cada vez se exigía más.
La relación del joven con su buhardilla y con las cosas que allí tenía no era de las más deseables e íntimas, pero no obstante tampoco era mala. No les hacía más ni menos injusticia de lo habitual entre la mayoría de la gente, a duras penas las veía y las conocía poco.
En ocasiones, cuando no acababa, una vez más, de lograr un autorretrato, leía libros en los que trababa conocimiento con las experiencias de otros hombres que, al igual que él, habían comenzado siendo jóvenes modestos y totalmente desconocidos, y después habían llegado a ser muy famosos. Le gustaba leer esos libros, y en ellos leía su futuro.
Un día estaba sentado en casa, malhumorado otra vez y deprimido, leyendo el relato de la vida de un pintor holandés muy famoso. Leyó que ese pintor sufría una verdadera pasión, incluso un delirio, que estaba absolutamente dominado por una urgencia de llegar a ser un buen pintor. El joven pensó que ese pintor holandés se le parecía bastante. Al proseguir la lectura fue descubriendo muchos detalles que muy poco tenían en común con su propia experiencia. Entre otras cosas leyó que cuando hacía mal tiempo y no era posible pintar al aire libre, ese holandés pintaba, con tenacidad y lleno de pasión, todos los objetos sobre los que se posaba su mirada, incluso los más insignificantes. Así, una vez había pintado un viejo taburete desvencijado, un basto, burdo taburete de cocina campesina hecho de madera ordinaria, con un asiento de paja trenzada bastante gastado. Con tanto amor y tanta fe, con tanta pasión y tanta entrega había pintado el artista ese taburete, el cual con toda certeza nunca hubiese merecido la atenci
ón de nadie de no mediar esa circunstancia que había llegado a constituir uno de sus cuadros más bellos. El escritor empleaba muchas palabras hermosas, incluso conmovedoras, para describir ese taburete pintado.
Llegado a ese punto, el lector se detuvo y reflexionó. Había descubierto algo nuevo y debía intentarlo. Inmediatamente -pues era un joven de determinaciones extraordinariamente rápidas- decidió imitar el ejemplo de ese gran maestro y probar también ese camino hacia la fama.
Echó un vistazo a su buhardilla y advirtió que, de hecho, hasta entonces se había fijado realmente muy poco en las cosas entre las cuales vivía. No logró encontrar ningún taburete desvencijado con un asiento de paja trenzada, tampoco había ningún par de zuecos; ello le afligió y le desanimo un instante y estuvo a punto de sucederle lo de tantas otras veces, cuando la lectura del Mato de la vida de los grandes hombres le había hecho desfallecer: entonces comprendió que le faltaban y buscaba en vano precisamente todas esas menudencias e inspiraciones y maravillosas providencias que de modo tan agradable intervenían en la vida de aquellos otros. Pero pronto se recompuso y se hizo cargo de que en ese momento era totalmente cosa suya emprender con tesón el duro camino hacia la fama. Examinó todos los objetos de su cuartito y descubrió un sillón de mimbre, que muy bien podría servirle de modelo.
Acercó un poco el sillón con el pie, afiló su lápiz de dibujante, apoyó el cuaderno de bocetos sobre la rodilla y comenzó a dibujar. Consideró que la forma ya quedaba bastante bien indicada con un par de ligeros trazos iniciales y, con rapidez y energía, pasó a delinear el contorno con un par de trazos gruesos. Le cautivó una profunda sombra triangular en un rincón, vigorosamente la reprodujo, y así fue tirando adelante hasta que algo comenzó a estorbarle.
Continuó aún un rato más, luego levantó el cuaderno a cierta distancia y contempló su dibujo con ojo critico. Entonces advirtió que el sillón de mimbre quedaba muy desfigurado.
Encolerizado, añadió una línea, y después fijó una mirada furibunda sobre el sillón. Algo fallaba. Eso le enfadó:
-¡Maldito sillón de mimbre! -gritó con vehemencia- ¡en mi vida había visto un bicho tan caprichoso!
El sillón crujió un poco y replicó serenamente:
-¡Vamos, mírame! Soy como soy y ya no cambiaré.
El pintor le dio un puntapié. Entonces el sillón retrocedió y volvió a adquirir un aspecto totalmente distinto.
-¡Estúpido sillón -gritó el jovenzuelo-, todo lo tienes torcido e inclinado!
El sillón sonrió un poco y dijo con dulzura:
-Eso es la perspectiva, jovencito.
Al oírlo, el joven gritó:
-¡Perspectiva! -gritó airado-. ¡Ahora este zafio sillón quiere dárselas de maestro! ¡La perspectiva es asunto mío, no tuyo, no lo olvides!
Con eso, el sillón no volvió a hablar. El pintor se puso a recorrer enérgicamente el cuarto, hasta que abajo alguien golpeó enfurecido. el techo con un palo. Ahí abajo vivía un anciano, un estudioso, que no soportaba ningún ruido.
El joven se sentó y volvió a ocuparse de su último autorretrato. Pero no le gustó. Pensó que en realidad su aspecto era más atractivo e interesante, y era cierto.
Entonces quiso proseguir la lectura de su libro. Pero seguía hablando de ese taburete de paja holandés y eso le molestó. Le parecía que verdaderamente armaban demasiado alboroto por ese taburete y que en realidad...
El joven sacó su sombrero de artista y decidió ir a dar una vuelta. Recordó que en otra ocasión, mucho tiempo atrás, ya le había llamado la atención cuán insatisfactoria resultaba la pintura. Sólo deparaba molestias y desengaños y, por último, incluso el mejor pintor del mundo sólo podía representar la simple superficie de las cosas. A fin de cuentas ésa no era profesión adecuada para una persona amante de lo profundo. Y, de nuevo, como ya tantas otras veces, consideró seriamente la idea de seguir una vocación aún más temprana: mejor ser escritor. El sillón de mimbre quedó olvidado en la buhardilla. Le dolió que su joven amo se hubiese marchado ya. Había abrigado la esperanza de que por fin llegaría a entablarse entre ellos la debida relación. Le hubiese gustado muchísimo decir una palabra de vez en cuando, y sabía que podía enseñar bastantes cosas útiles a un joven. Pero, desgraciadamente, todo se malogró.