Cuentos y Leyendas
Cuentos y Leyendas para niños y adultos
23/3/23
"El chelín de plata" de Hans Christian Andersen - Cuentos
El chelín de plata
Hans Christian Andersen
Había una vez un chelín. Cuando salió del monedero, pegó un salto y gritó, con su sonido metálico "¡Hurra! ¡Me voy a correr mundo!". Y, efectivamente, éste era su destino.
El niño lo sujetaba con mano cálida, el avaro con mano fría y húmeda; el viejo le daba mil vueltas, mientras el joven lo dejaba rodar. El chelín era de plata, con muy poco cobre, y llevaba ya todo un año corriendo por el mundo, es decir, por el país donde lo habían acuñado. Pero un día salió de viaje al extranjero. Era la última moneda nacional del monedero de su dueño, el cual no sabía ni siquiera que lo tenía, hasta que se lo encontró entre los dedos.
- ¡Toma! ¡Aún me queda un chelín de mi tierra! - exclamó - ¡Hará el viaje conmigo! -. Y la pieza saltó y cantó de alegría cuando la metieron de nuevo en el bolso. Y allí estuvo junto a otros compañeros extranjeros, que iban y venían, dejándose sitio unos a otros mientras el chelín continuaba en su lugar. Era una distinción que se le hacía.
Llevaban ya varias semanas de viaje, y el chelín recorría el vasto mundo sin saber fijamente dónde estaba. Oía decir a las otras monedas que eran francesas o italianas. Una explicaba que se encontraban en tal ciudad, pero el chelín no podía formarse idea. Nada se ve del mundo cuando se permanece siempre metido en el bolso, y esto le ocurría a él. Pero un buen día se dio cuenta de que el monedero no estaba cerrado, por lo que se asomó a la abertura, para echar una mirada al exterior. Era una imprudencia, pero pudo más la curiosidad, y esto se paga. Resbaló y cayó al bolsillo del pantalón, y cuando, a la noche, fue sacado de él el monedero, nuestro chelín se quedó donde estaba y fue a parar al vestíbulo con las prendas de vestir; allí se cayó al suelo, sin que nadie lo oyera ni lo viese. A la mañana siguiente volvieron a entrar las prendas en la habitación; el dueño se las puso y se marchó, pero el chelín se quedó atrás. Alguien lo encontró y lo metió en su bolso, para que tuviera alguna utilidad.
«Siempre es interesante ver el mundo - pensó el chelín -, conocer a otras gentes, otras costumbres».
- ¿Qué moneda es ésta? - exclamó alguien -. No es del país. Debe ser falsa, no vale.
Y aquí empieza la historia del chelín, tal y como él la contó más tarde.
- ¡Falso! ¡Que no valgo! Aquello me hirió hasta lo más profundo - dijo el chelín -. Sabía que era de buena plata, que tenía buen sonido, y el cuño auténtico. «Esta gente se equivoca - pensé - o tal vez no hablan de mí». Pero sí, a mí se referían: me llamaban falso e inútil. «Habrá que pasarlo a oscuras», dijo el hombre que me había encontrado; y me pasaron en la oscuridad, y a la luz del día volví a oír pestes: «¡Falso, no vale! Tendremos que arreglarnos para sacárnoslo de encima».
Y el chelín temblaba entre los dedos cada vez que lo colaban disimuladamente, haciéndolo pasar por moneda del país.
- ¡Mísero de mí! ¿De qué me sirve mi plata, mi valor, mi cuño, si nadie los estima? Para el mundo nada vale lo que uno posee, sino sólo la opinión que los demás se han formado de ti. Debe ser terrible tener la conciencia cargada, haber de deslizarse por caminos tortuosos, cuando yo, que soy inocente, sufro tanto sólo porque tengo las apariencias en contra. Cada vez que me sacaban, sentía pavor de los ojos que iban a verme. Sabía que me rechazarían, que me tirarían sobre la mesa, como si fuese mentira y engaño.
Una vez fui a parar a manos de una mujer vieja y pobre, en pago de su duro trabajo del día; y ella no encontraba medio de sacudírseme; nadie quería aceptarme, era una verdadera desgracia para la pobre.
- No tengo más remedio que colarlo a alguien - decía -; no puedo permitirme el lujo de guardar un chelín falso. El rico panadero se lo tragará; no le hace tanta falta como a mí; pero, sea como fuere, es una mala acción de mi parte.
- ¡Vaya! ¡Encima voy a ser una carga sobre la conciencia de esta vieja! - suspiró el chelín -. ¿Tanto he cambiado en estos últimos tiempos?
La mujer se fue a la tienda del rico panadero, pero el hombre era perito en materia de monedas buenas y falsas. No me quiso, y hube de sufrir que me arrojaran a la cara de la vieja, la cual tuvo que volverse sin pan. Mi corazón sangraba, pues sólo me habían acuñado para causar disgustos a los demás. ¡Yo, que de joven tanta confianza había merecido y había estado tan seguro y orgulloso de mi valor y de la autenticidad de mi cuño! Me invadió una melancolía tal como sólo un pobre chelín puede sentir cuando nadie lo quiere.
Pero la mujer se me llevó nuevamente a su casa y me miró con cariño, con dulzura y bondad. «¡No, no engañaré a nadie más contigo! - dijo -. Voy a agujerearte para que todo el mundo vea que eres falso; y, no obstante - se me ocurre una idea -, tal vez eres una moneda de la suerte. Se me acaba de ocurrir este pensamiento, y quiero creer en él. Haré un agujero en el chelín, le pasaré un cordón y lo colgaré del cuello del pequeñuelo de la vecina como moneda de la suerte».
Y me agujereó, operación nada agradable, pero que uno soporta cuando se hace con buena intención. Me pasaron un cordón por el orificio, y quedé convertido en una especie de medallón. Colgáronme del cuello del niño, que me sonrió y me besó; y toda la noche descansé sobre el pecho calentito e inocente de la criatura.
A la mañana siguiente, la madre me cogió entre sus dedos y me examinó; pronto comprendí que traía alguna intención. Cogiendo las tijeras, cortó la cuerdecita que me ataba.
- ¿El chelín de la suerte? - dijo -. Pronto lo veremos -. Me puso en vinagre, con lo que muy pronto estuve completamente verde. Luego taponó el agujero y, tras haberme frotado un poco, al atardecer se fue conmigo a la administración de loterías para comprar un número, que debía ser el de la suerte.
¡Qué mal lo pasé! Sentíame oprimido como si fuese a romperme; sabía que me calificarían de falso y me rechazarían, y ello en presencia de todo aquel montón de monedas, todas con su cara y su inscripción, de que tan orgullosas podían sentirse. Pero me fue ahorrada aquella vergüenza; había tanta gente en el despacho de loterías, y el hombre estaba tan atareado, que fui a parar a la caja junto con las demás piezas. Si luego salió premiado el billete, es cosa que ignoro; lo que sí sé es que al día siguiente fui reconocido por falso, puesto aparte y destinado a seguir engañando, siempre engañando. Esto es insoportable cuando se tiene una personalidad real y verdadera, y nadie puede negar que yo la tengo.
Durante mucho tiempo fui pasando de mano en mano, de casa en casa, recibido siempre con improperios, y siempre mal visto. Nadie fiaba en mí; yo había perdido toda confianza en mí mismo y en el mundo. ¡Fueron duros aquellos tiempos!
Un día llegó un viajero; me pusieron en sus manos, y el hombre fue lo bastante cándido para aceptarme como moneda corriente. Pero cuando llegó el momento de pagar conmigo, volví a oír el sempiterno insulto: «No vale. Es falso».
- Pues yo lo tomé por bueno - dijo el hombre, examinándome con detenimiento. Y, de repente, se dibujé una amplia sonrisa en su cara, cosa que no se había producido en ninguna de cuantas me habían mirado. - ¡Qué es esto! - exclamó -. Pero si es una moneda de mi país, un bueno y auténtico chelín de casa, que agujerearon y ahora tienen por falso. ¡Vaya caso divertido! Me lo guardaré y me lo llevaré a mi tierra.
Me estremecí de alegría al oírme llamar chelín bueno y legítimo. Volvería a mi patria, donde todos me conocerían, y sabrían que soy de buena plata y de auténtico cuño. Habría echado chispas de puro gozo, pero eso de despedir chispas no me va, lo hace el acero, pero no la plata.
Me envolvieron en un papel fino y blanco para no confundirme con las demás monedas y pasarme por descuido. Y sólo me sacaban en ocasiones solemnes, cuando acertaban a encontrarse paisanos míos, y siempre hablaban muy bien de mí. Decían que era interesante; es chistoso eso de ser interesante sin haber pronunciado una sola palabra. Y al fin volví a mi patria. Mis penalidades tocaron a su fin y comenzó mi dicha. Era de buena ley, llevaba el cuño legitimo, y el haber sido agujereado para marcarme como falso no suponía desventaja alguna. Con tal de no serlo, la cosa no tiene importancia. Hay que tener paciencia y perseverar, que con el tiempo se hace justicia. Ésta es mi creencia - terminó el chelín
19/3/23
"PINOCHO" - CUENTO DE COLLODI
PINOCHO
CUENTO DE COLLODI
El pequeño Juan Grillo caminaba a paso ligero por el campo, cuando lo sorprendió la noche. Un poco atemorizado, buscó con la mirada un sitio abrigado donde pasar la noche, y con gran alegría vio, no lejos del lugar donde estaba, una linda casita en cuya ventana se veía luz. Se acercó rápidamente, y sin hacer ruido se coló por una rendija. Se halló así en una agradable habitación, y ante un curioso espectáculo. Un viejecito alegre y simpático trabajaba con entusiasmo una madera que, poco a poco, iba tomando la forma de un muñeco. Al cabo de un rato, luego de hacer algunos cortes y retoques el buen viejo, que se llamaba Gepetto, tuvo entre sus manos un lindo muñeco de ojitos vivaces y alegres; pero con una nariz muy larga, que le daba un cómico aspecto.
-Eres un chico muy simpático- dijo Gepetto-. Te llamaré Pinocho, que es un bonito nombre para ti, y que sin duda te hará feliz.
Y muy satisfecho con su obra, y un poco cansado por el trabajo Gepetto dio las buenas noches a Pinocho y se retiró a dormir. El Grillo se disponía a hacer lo mismo, cuando de pronto vio que una luz azul iluminaba la pieza. Se volvió rápidamente, y vio entrar por la ventana a una hermosa hada: el Hada Azul, la amiga de los niños. El Hada Azul se acercó a la mesa donde Pinocho había quedado tieso y erguido tal cual lo dejó su padre, y lo tocó con su varita mágica.
-Ahora podrás hablar y caminar- le dijo- y si eres bueno, algún día te convertirás en un niño verdadero.
Y después de decir esto, desapareció.
Pinocho dio un salto en su mesa y lanzó un grito de alegría. Juan Grillo lo miraba asombrado, sin convencerse de lo que veía. Pinocho, al verle, lo saludó alegremente: poco después, al cabo de un rato de charla, y aun cuando Pinocho era un tanto impertinente, se habían hecho grandes amigos.
Al día siguiente, el buen Gepetto casi se muere de alegría al ver a su muñeco convertido en un ser animado, Desde ese momento, lo consideró como un hijo, y decidió mandarlo a la escuela. Compró libros, lápices y cuadernos, y un buen día partió Pinocho, aunque sin mucha gana, camino de la escuela. Y sucedió que en el camino encontró a un Gato ciego y a una Zorra renga que pedían limosna, y se puso a conversar con ellos. El Gato y la Zorra eran dos pillos que fingían sus desgracias par engañar a la gente; y al cabo de un rato, habían convencido a Pinocho de que eso de ir a la escuela era una tontería.
-Eres un chico muy simpático- dijo Gepetto-. Te llamaré Pinocho, que es un bonito nombre para ti, y que sin duda te hará feliz.
Y muy satisfecho con su obra, y un poco cansado por el trabajo Gepetto dio las buenas noches a Pinocho y se retiró a dormir. El Grillo se disponía a hacer lo mismo, cuando de pronto vio que una luz azul iluminaba la pieza. Se volvió rápidamente, y vio entrar por la ventana a una hermosa hada: el Hada Azul, la amiga de los niños. El Hada Azul se acercó a la mesa donde Pinocho había quedado tieso y erguido tal cual lo dejó su padre, y lo tocó con su varita mágica.
-Ahora podrás hablar y caminar- le dijo- y si eres bueno, algún día te convertirás en un niño verdadero.
Y después de decir esto, desapareció.
Pinocho dio un salto en su mesa y lanzó un grito de alegría. Juan Grillo lo miraba asombrado, sin convencerse de lo que veía. Pinocho, al verle, lo saludó alegremente: poco después, al cabo de un rato de charla, y aun cuando Pinocho era un tanto impertinente, se habían hecho grandes amigos.
Al día siguiente, el buen Gepetto casi se muere de alegría al ver a su muñeco convertido en un ser animado, Desde ese momento, lo consideró como un hijo, y decidió mandarlo a la escuela. Compró libros, lápices y cuadernos, y un buen día partió Pinocho, aunque sin mucha gana, camino de la escuela. Y sucedió que en el camino encontró a un Gato ciego y a una Zorra renga que pedían limosna, y se puso a conversar con ellos. El Gato y la Zorra eran dos pillos que fingían sus desgracias par engañar a la gente; y al cabo de un rato, habían convencido a Pinocho de que eso de ir a la escuela era una tontería.
-Mira, bobo - dijeron- , es mucho más divertido el teatro de títeres que funciona no lejos de aquí. Vete allí, que de todos modos tu padre no se enterará, y tu lo vas a pasar bien.
Pinocho se tentó; y reflexionando que, realmente, el colegio debía ser algo muy aburrido, se fue resuelto al teatrillo. Por cierto que lo pasó muy bien. Tanto le gustó, que subió al tablado, se mezcló con los títeres y divirtió a todo el mundo. Pero al cabo de un rato, ya cansado, pensó en volver a su casa. Y entonces ocurrió que el dueño del teatro no le permitió que se retirara. ¿Qué había pasado? Pues que los dos pillos, el Gato y la Zorra, habían vendido a Pinocho al dueño del teatro, como un muñeco más.
-He pagado por ti -decía furioso el dueño- y no permitiré que te vayas. ¿Pretendes burlarte de mí?
Pinocho, desesperado, se puso a llorar, ¿Qué otra cosa podía hacer? Estaba muy arrepentido de lo que había hecho, sobre todo cuando pensaba en su papá, y cada vez lloraba con más fuerza. Por fin, tantas lágrimas conmovieron al dueño dl teatro, que consintió en que se fuera; y no sólo eso, sino que, enterado de la historia de Pinocho, le dio cinco monedas de oro y un buen consejo.
-Llévalas a tu padre -dijo- y no dejes de obedecerle nunca.
Pinocho secó sus lágrimas y partió alegre y feliz, de regreso al hogar. Pero, ¡pobre muñeco! Volvió a tropezar nuevamente con el gato y la Zorra, que, saludándolo muy amablemente, le preguntaron adónde iba.
-Voy a casa de mi padre -dijo- a llevarle estas cinco monedas de ora que me ha dado el titiritero.
El Gato y la Zorra se miraron con picardía.
-¿Y con sólo cinco monedas estás tan contento? -dijeron-. Pues nosotros podemos conseguir todas las que queremos.
Pinocho abrió los ojos como platos. ¿Era verdad aquello? Y, entre asombrado y curioso, quiso saber cómo era eso. Entonces, entre risas y guiños disimulados, el Gato y la Zorra le dijeron que en el País de los Búhos existía un lugar donde se podían sembrar centavos y brotaban árboles de relucientes monedas de oro. Claro que para llegar hasta allí era necesario caminar mucho, mucho tiempo, y sobre todo, no volver para nada a casa de papá. Pinocho, enloquecido al pensar que tendría mucho más dinero si sembraba las cinco monedas que le diera el titiritero, no dudó ya. Ilusionado y feliz, dio las gracias a los dos pillos, se despidió de ellos y partió para su largo viaje al País de los Búhos. -A mi regreso -pensó- traeré los bolsillos llenos y mi padre me abrazará satisfecho. Sentirá tanta alegría entonces, que no será difícil que me perdone mi escapada.
Caminó, pues, Pinocho en la dirección que le habían dado, y al cabo de mucho tiempo llegó al País de los Búhos. Buscó entonces un lugar que le pareció adecuado, hizo un hoyo en la tierra y plantó las cinco monedas. Volvió a cubrir el hoyo, regó la tierra, y muy satisfecho se retiró a dormir porque ya era muy tarde. Al día siguiente volvió presuroso al lugar. No había allí ningún árbol con monedas; nada más que los mismos árboles comunes que viera el día anterior. Entonces, un poco asustado, comenzó a remover la tierra, buscando sus cinco monedas; no las halló tampoco. Y en esto estaba, cuando de pronto sintió, desde lo alto de un árbol, una estridente carcajada. Levantó los ojos y vio que, sentado en la rama de un árbol, un papagayo de brillantes colores lo miraba burlonamente y se reía a más y mejor.
-¿Por qué te ríes? -preguntó Pinocho, que se sentía muy afligido.
-Me río de los tontos -dijo el papagayo- que creen que sembrando centavos brotarán árboles de monedas.
-¿Y acaso no es eso verdad? -preguntó Pinocho.
-Mira -respondió el papagayo-, la única verdad es que tú siembras las monedas, y cuando te vas, vienen dos pillos y te las roban. So se llama engañar a los bobos.
Pinocho lo comprendió todo al fin; lloró desconsoladamente, y como siempre cuando se sentía desdichado, pensó en su padre y deseó volver a su lado. Emprendió, pues, el camino de regreso a su hogar, y poco más adelante, tuvo la feliz sorpresa de sentir a su lado al buen Juan Grillo, que no lo abandonaba nunca en los momentos difíciles. Llevaban ya mucho tiempo de andar por el sendero que conducía a su casa, cuando sintieron de pronto un alegre tintineo de campanillas. Pinocho se volvió, y vio venir hacia él un enorme coche, algo así como una diligencia, tirada por burros y cargada de niños que reían y charlaban.
Se detuvo Pinocho, y cuando estuvieron junto a él, el cochero le invitó a subir.
-¿Adónde van? -preguntó Pinocho.
-Vamos al País de los Juguetes -respondió el nombre, que tenía cara de pocos amigos-. Allá los niños se pasan el día jugando, sin pensar en ir a la escuela, ni hacer los deberes. ¿Quieres venir con nosotros?
Pinocho, sin pensarlo más, aceptó; y a pesar del mal aspecto del cochero, subió al coche y partió con la alegre caravana. Tras él subió también Juan Grillo, el fiel amigo que lo seguía en sus aventuras.
Después de mucho andar, llegaron por fin al delicioso País de los Juguetes. Bajaron todos los niños del coche y fueron acomodándose en las casitas que se levantaban en el país. ¡Se sentían todos tan felices! Era una alegría no acordarse de maestros, ni de escuelas, ni deberes, ni de todas esas cosas tan aburridas. Y en cuanto a Pinocho, por supuesto, ya ni se acordaba de su papá. Siempre le sucedía lo mismo cuando se sentía feliz.
Entre todos aquellos niños de carne y hueso, encontró nuestro muñeco un amigo, con quien jugaba y paseaba los días enteros. Y ocurrió que un día en que Pinocho fue a buscarle a su casa, su amigo se negó a salir. Pinocho no volvía de su asombro. El niño tenía puesto el sombrero, pero no quería acompañarlo. Tanto insistió Pinocho, que al cabo su compañero, con la cara enrojecida de vergüenza, le confesó la verdad: quitóse el gorro, y Pinocho, con los ojos abiertos como platos, vio que a su amigo le habían crecido las orejas como las de un burro. Asustado, quiso echar a correr, pero no tenía fuerzas. Y de pronto, aumentó su temor: pensó que también a él podía pasarle lo mismo. Se acercó temblando a un espejo, y rojo de vergüenza, vio allí reflejado su rostro con dos enormes orejas puntiagudas. y no era eso solo; había algo peor todavía. Además de las orejas de burro, una larga cola salía por los pantalones de los dos niños. ¡Cómo lloró Pinocho! ¡Y cómo suplicó a Juan Grillo, el fiel amigo, que lo sacara de allí! Quería volver junto a su padre, ir a la escuela, y no ser nunca un burro de feas orejas. Juan Grillo, le ayudó como siempre, y un día feliz huyeron los dos de aquel país en busca de Gepetto.
Después de muchos días de viaje, llegaron por fin a la linda casita del buen viejo. Pinocho Bailaba de contento, y el corazón le saltaba alegremente en el pecho, tanta era su emoción. Pero no habían terminado sus desdichas. En lugar de Gepetto, hallaron allí una carta suya explicando que había salido al mar en busca de Pinocho, y que lo había devorado una ballena. Otra vez corrieron abundantes lágrimas por las mejillas de madera de Pinocho, y otra vez rogó a Juan Grillo que lo acompañara a buscar a su papá.
Se fueron, pues, caminando hasta la orilla del mar, y allí tomaron una pequeña barca. Las olas los sacudían a veces con fuerza, pero Pinocho sólo pensaba ahora en su padre y no sentía temor alguno. De pronto, allá muy lejos, vieron en medio del mar una forma oscura que parecía una isla.
-¡Mira, Grillo! -gritó Pinocho- ¡Esa es la ballena!
Así era, en efecto. Se acercaron lentamente, y cuando llegaron pudieron ver con gran alegría que la ballena estaba profundamente dormida y con la boca abierta. Aquella enorme boca parecía una verdadera cueva; Pinocho, decidido, saltó de la barca y se metió por ella. Juan Grillo le siguió.
Empezaron así a recorrer el largo túnel del interior de la ballena, que cada vez se hacía más oscuro. Pinocho tocaba las paredes para guiarse, y llamaba a su papá. Pero nadie le contestaba. Por fin, de pronto, lanzó un grito de alegría. Había visto una pequeña lucecita.
-Grillo, aquella lámpara debe ser la de papá -dijo.
Así era. Gepetto, sentado frente a una mesa, escribía a la luz de la lámpara. Pinocho se lanzó corriendo hacia él y le tendió los brazos. ¡Con cuánta emoción lo abrazó Gepetto, y cómo lloraron los dos con alegría al verse! Pero no había que perder tiempo. Era preciso salir antes que la ballena despertase. Con muchas precauciones salieron los tres por donde habían entrado y volvieron a la barca. La enorme ballena siguió durmiendo tranquilamente.
Cuando por fin estuvieron otra vez reunidos en la tranquila casita, Pinocho contó a su padre todo cuanto le había sucedido desde que se separara de él, y le suplicó que lo perdonara. Gepetto quería tanto a su muñeco, que no le costó ningún trabajo perdonarlo, sobre todo porque advirtió que Pinocho estaba sinceramente afligido por todo lo que había hecho. -N o me iré nunca de tu lado, papá querido- aseguraba el muñeco- y te prometo que voy a ir a la escuela.
Y así estaban, felices y contentos, cuando otra vez como en la noche que nació Pinocho, iluminó la salita una viva luz azul, y apareció el Hada. Se acercó suavemente, y dijo:
-Pinocho, a pesar de ser muy travieso, tienes buenos sentimientos. Quieres mucho a tu padre, y estás muy arrepentido de haberlo afligido tanto. Estoy segura de que poco a poco te irás corrigiendo. Y para premiarte por todo el cariño que sientes por tu buen papá, he de convertirte en un niño verdadero de carne y hueso; y espero que llegarás a ser un hombre de provecho.
Al decir esto, lo tocó con su varita mágica, y desapareció. De este modo, el simpático muñeco de madera, el de la larga nariz, quedó convertido en un niño verdadero. Y fue un hijo excelente para Gepetto.
CUENTO EXTRAÍDO DEL LIBRO "TIERRAS DE ENCANTO" de la editorial sigmar Soc. Resp. Ltda. de la segunda edición Julio 1949 impreso en la Argentina, en Buenos Aires en los Talleres Gráficos de la Cia. General Fabril Financiera.
16/3/23
"EL CAMINO DIFÍCIL" - HERMAN HESSE - Cuento
Delante del desfiladero, junto a la oscura entrada rocosa, quedé vacilante y me volví mirando hacia atrás.
El sol brillaba sobre ese grato mundo verde y en los prados relucían tremolantes las pardas flores de la hierba. Allí se estaba bien, había calidez y placer amable, allí el alma vibraba en lo profundo, satisfecha como un velludo abejorro saturado de aroma y luz. Y quizá yo estaba loco por querer abandonarlo todo y disponerme a subir a la montaña.
El guía me tocó suavemente el brazo. Como uno que sale a la fuerza de un baño tibio, así desprendí mis ojos del querido paisaje. Entonces vi el desfiladero que yacía en una penumbra sin sol. Un arroyito negro se arrastraba al pie de la hendidura y en sus orillas la hierba crecía descolorida en pequeños racimos; y en su fondo se lavaban piedras de colores ya muertos, pálidas como los huesos de los seres que alguna vez estuvieron vivos.
«Descansernos un poco», dijo el guía.
Sonrió pacientemente y nos sentamos. Hacía fresco, y de la rocosa entrada venía una silenciosa corriente de aire sombrío, pétreo y frío.
¡Qué desagradable parecía iniciar ese camino! Desagradable resultaba atormentarse a través de ese lúgubre paso de piedra, cruzar ese arroyo frío, trepar en tinieblas por el desfiladero estrecho y escarpado.
«El camino parece detestable», dije titubeando.
Dentro de mí, como una lucecita moribunda, aleteaba la esperanza vehemente, increíble e insensata, de que quizá pudiéramos volver atrás, de que el guía se dejase persuadir y que finalmente se nos ahorrara todo esto. Y en realidad, ¿por qué no? ¿No era acaso mil veces más hermoso el lugar de donde veníamos? ¿No fluía la vida allí más rica, más cálida y estimable? ¿Y acaso no era yo un hombre, un ser ingenuo y efímero con derecho a un poquito de dicha, a un rinconcito de sol, a una vista llena de azul y de flores?
No, yo quería quedarme. No tenía ganas de hacerme el héroe o el mártir. Pasaría toda mi vida satisfecho si pudiera quedarme en el valle bajo el sol.
Entonces comencé a tiritar; en ese lugar era imposible permanecer mucho tiempo.
«Te estás helando», dijo el guía, «es mejor que nos vayamos.»
Dicho esto se levantó, se estiró cuan largo era y me miró sonriente. Ni burla o compasión ni dureza o indulgencia existían en su sonrisa. En ella no había sino comprensión y sabiduría. Esta sonrisa decía: «Te conozco. Conozco tu miedo, sé lo que sientes y no he olvidado para nada tu fanfarronería de ayer y de anteayer. Cada desesperado brinco de liebre cobarde que ahora da tu alma y cada coqueteo con la amable luz del sol me son conocidos y familiares desde antes de que los pusieras en ejecución.»
Con esa sonrisa me estuvo mirando el guía, y luego se adelantó dando el primer paso hacia el oscuro valle rocoso; y entonces lo odié y lo amé como un condenado ama y odia el hacha sobre su nuca. Pero más que otra cosa yo odiaba y despreciaba su saber, su dominio y frialdad, su carencia de debilidades gratas. Y odiaba en mí mismo todo aquello que le otorgaba la razón, incluso lo que admitía de él, lo que en mí quería seguirlo.
Ya había dado muchos pasos hacia adelante, a través de las piedras del negro arroyo, y estaba a punto de desaparecer tras el primer recodo del barranco...
«¡Detente!», exclamé lleno de tal miedo que no tuve más remedio que pensar: si. esto fuera un sueño, en este mismo instante mi espanto lo destruiría y yo volvería a despertarme. «Detente», volví a decir, «no puedo, no estoy preparado todavía.»
El guía se detuvo y miró en silencio hacia mí, sin un reproche, pero con aquella tremenda comprensión, con aquella sapiencia, presentimiento y ese saber-de-antemano tan difíciles de soportar.
«¿Prefieres que volvamos?», preguntó entonces, y todavía no había terminado de decir la última palabra, cuando ya sabía yo, muy a pesar mío, que le diría que no, que debía negarme. Y al mismo tiempo, todo lo viejo, acostumbrado, amado y familiar gritaban desesperadamente dentro de mí: «¡Di que sí, di que sí!» Y mi patria y el mundo entero colgaban de mis pies como una bola.
Y yo quería decir que sí, aunque sabía bien que me seria imposible.
Entonces, con su mano extendida, el guía me señaló hacia el valle, atrás, y yo me volví nuevamente hacia a amada región. Y ahora vi lo más penoso que podía ocurrirme: mis queridos valles y llanuras yacían pálidos y desanimados bajo un sol sin fuerzas; los colores sonaban falsos y chillones, las sombras parecían llenas de negro hollín y sin encanto. Y a todo se le había extirpado el corazón, a todo le había sido sustraído el encanto y el aroma, todo tenía el olor y el sabor de las cosas de las que uno se ha indigestado hasta las náuseas. ¡Oh, qué bien conocía yo aquello, cómo temía y odiaba esa espantosa modalidad del guía de hacerme despreciar lo que me era querido y agradable, de hacer que se escaparan su savia y espíritu, de falsificar los aromas y de envenenar silenciosamente los colores! ¡Ah, ya conocía yo todo eso: lo que ayer fuera vino hoy se convertía en vinagre! Y nunca más el vinagre se convertiría en vino. Nunca más.
Callé y seguí al guía lúgubremente. Él tenía razón, como siempre. Y todo no resultaría tan malo si por lo menos permaneciera cerca de mí y visible, en vez de desaparecer de improviso -como a menudo hacía- cuando había que tomar una decisión, dejándome solo... solo con aquella voz extraña dentro de mi pecho en la que se había transformado.
Yo callaba, pero mi corazón gritó fervorosamente: «¡Quédate un instante, ya te sigo!»
Las piedras del arroyo eran desagradablemente resbaladizas; era agotador, daba vértigo andar así, paso a paso sobre una piedra estrecha y mojada que se achicaba y cedía bajo las suelas. Cerca de allí el sendero del arroyo empezaba a elevarse rápidamente, y las sombrías paredes del desfiladero convergían más, se extendían hoscas, y cada una de sus aristas mostraba la intención maligna de querer apretarnos con sus pinzas y cortarnos para siempre el camino de regreso. Sobre verrugosas peñas amarillas fluía espesa y viscosa una capa de agua. El cielo, la nube y el azul habían desaparecido sobre nosotros.
Marché y marché detrás del guía, y a menudo cerraba los ojos del miedo y la repugnancia que sentía. Una oscura flor al borde del camino se irguió entonces, aterciopeladamente negra y con una mirada melancólica. Era hermosa y me habló con familiaridad. Pero el gula caminaba deprisa y yo sentía que si llegaba a bajar la vista una sola vez hasta ese triste ojo de terciopelo, entonces mi aflicción y desesperada pesadumbre serían tan onerosas e insoportables, que mi espíritu permanecería siempre proscripto en esa sarcástica región del absurdo de la demencia.
Mojado y sucio continué arrastrándome, y cuando las húmedas paredes se iban cerrando sobre nosotros, el guía comenzó a cantar su vieja canción de consuelo. Con voz juvenil, clara y firme cantaba al compás de sus pasos palabras: «¡Quiero, quiero, quiero!» Yo sabía que él quería animarme, que deseaba ahuyentar de mí el ingrato esfuerzo y el desconsuelo de ese viaje infernal. También sabía que él esperaba que uniera mi voz a la suya. Pero yo no quería tal cosa, no quería concederle esa victoria. ¿Acaso tenía yo algún deseo de cantar? ¿Y no era yo un hombre un pobre tipo que había sido arrastrado contra u voluntad hacia cosas y hechos que Dios no podía explicarle? ¿No podía permanecer cada clavel y cada nomeolvides junto al arroyo, allí donde estaba, y florecer y marchitarse según los dictados de su naturaleza?
«¡Quiero, quiero, quiero!», cantaba el guía sin cesar. ¡Oh, si hubiese podido regresar! Pero, con la ayuda asombrosa del guía, hacia tiempo que trepaba por los paredones y sobre los precipicios, para los que no existía ningún camino de vuelta. El llanto me ahogaba por dentro, pero no podía llorar, eso menos que nada. De manera que me uní con voz fuerte y porfiada al canto del guía, con su mismo compás y tono, pero yo no cantaba lo que él, sino esto: «i Debo, debo, debo!» Sólo que no era fácil cantar mientras trepaba, y pronto perdí el aliento y jadeando me vi obligado a callar. Pero él prosiguió cantando incansablemente: «¡Quiero, quiero, quiero!», y con el tiempo llegó a obligarme a que cantara lo mismo que él. Ahora la subida empezó a mejorar, y sentí que ya no debía, sino que quería hacerlo. En cuanto a fatigarme por causa del canto, nada de eso sentía ya.
Entonces se hizo una mayor claridad en mi interior, y a medida que esa claridad aumentaba, retrocedió también la roca alisada; se hacía más seca, más benigna, ayudaba a menudo al pie inseguro, y sobre nosotros se fue mostrando más y más el claro cielo azul, ya como un arroyuelo azul entre las márgenes de piedra, ya como un pequeño lago azul que creciera ganando anchura.
Probé a querer con mayor fuerza y concentración, y el lago celestial siguió creciendo y el sendero se hizo más transitable. Y hasta podía correr un largo trecho ligero y grácil junto al guía. E inesperadamente vi la cercana cumbre sobre nosotros, empinada y resplandeciente entre el ardiente aire del sol.
Algo más abajo de la cima interrumpimos nuestra subida a gatas y salimos de la estrecha hendidura. El sol entró con fuerza en mis ojos enceguecidos, y al abrirlos de nuevo, las rodillas me temblaron de angustia, pues me veía aislado y sin apoyo en la empinada cresta mientras me rodeaba un espacio celeste sin límites y sólo se erguía delante de nosotros la angosta cima. Pero de nuevo había cielo y sol, y así asistidos escalamos, palmo a palmo, con los labios apretados y la frente contraída, la cuesta angustiosa. Por fin estábamos arriba, sobre un estrecho peñasco candente, en medio de un aire duro, burlón y sutil.
Era una montaña singular, y singular también era su cima. En aquella cúspide, a la que trepáramos por interminables y desnudas paredes de piedra, había brotado de la piedra un árbol pequeño y compacto con algunas ramas breves y vigorosas. Allí estaba, inconcebiblemente solo y extraño, recio y tieso sobre la roca, el frío azul del cielo entre sus ramas. Y en lo más elevado del árbol se posaba un pájaro negro que cantaba una canción áspera.
Sueño silencioso de un descanso breve, bien arriba mundo: el sol llameaba, la piedra ardía, el árbol miraba rígida y severamente, el pájaro cantaba con aspereza. Su áspera canción se llamaba: «¡Eternidad, eternidad!». El pájaro negro cantó, y sus ojos relucientes y duros nos miraron como si fueran un cristal negro. Difícil de soportar era esa mirada, dificil de soportar era su canto, y terrible, sobre todas las cosas, la soledad y el vacío de esos parajes, la extensión de los desiertos espacios celestes que producía vértigo. Morir allí era una delicia inimaginable; permanecer, un tormento sin nombre. Alguna cosa tenía que ocurrir, pronto, al instante. De otro modo, nosotros y el mundo quedaríamos petrificados por el horror. Sentí entonces el hálito opresor y ardiente de algo que iba a suceder, como las ráfagas de viento antes de la tempestad. Lo sentí revolotear sobre mi cuerpo y sobre alma como una fiebre ardiente. Amenazaba, se acercaba... ya estaba aquí.
De pronto el pájaro se balanceó desde la rama y se precipitó al espacio.
Mi guía dio un salto y se arrojó al azul, cayó en el cielo palpitante, voló.
Ahora la ola del destino se hallaba en su apogeo, ahora arrebató mi corazón, ahora se deshizo sin ruido.
Y yo caía, me precipitaba, saltaba, volé; agarrotado en el frío torbellino del aire, me sentí feliz y estremecido por la tortura del deleite a través del infinito, hacia el seno materno.
14/3/23
"UNA SUCESIÓN DE SUEÑOS" - HERMANN HESSE - Cuentos
Me pareció que permanecía una cantidad de tiempo denso e inútil en el tibio salón, desde cuya ventana situada al norte miraba el falso lago con sus fiordos postizos, y donde nada me-atraía y retenía excepto la presencia de la bella y sospechosa dama a quien tomé por una pecadora. Contemplar debidamente su rostro constituía mi anhelo insatisfecho. Aquel rostro estaba confusamente rodeado por un cabello suelto y oscuro, y sólo se componía de una dulce palidez, otra cosa no había. Acaso los ojos fueran de color castaño oscuro; íntimamente yo esperaba que fuera así. Pero entonces los ojos no se adecuaban al semblante que mi mirada deseaba leer en su imprecisa palidez, y cuya conformación descansaba en mí en estratos del recuerdo tan hondos como inalcanzables.
Algo sucedió por fin. Los dos jóvenes entraron. Saludaron a la dama con muy buenos modales y me fueron presentados. Petimetres, pensé, y me enojé conmigo mismo, porque la chaqueta color tabaco de uno de ellos con su coqueto talle y corte me avergonzaba y daba envidia. ¡Era un repugnante sentimiento de envidia contra esos impecables y desenvueltos seres sonrientes! «¡Domínate!», me dije en voz baja. Ambos jóvenes estrecharon con indiferencia la mano que les ofrecí -¿por qué lo había hecho?- y pusieron cara de burla.
Entonces noté que algo no estaba en orden en mi persona, y sentí dentro de mí molestos escalofríos. Bajé la vista y palidecí al ver que no llevaba zapatos, que sólo calzaba medias. ¡Otra vez, siempre esos impedimentos y contratiempos insulsos, lamentables, mezquinos! ¡A los demás nunca les ocurría aparecer desnudos o semidesnudos ante la gente irreprochable e inflexible! Apesadumbrado, traté de cubrir por lo menos el pie izquierdo con el derecho, cuando mi vista cayó sobre la ventana. Tras ella surgía la empinada orilla del lago que amenazaba azul y salvaje con sus lúgubres tonalidades falsas que querían ser demoníacas. Apenado y deseoso de ayuda miré a los recién llegados pleno de odio contra ellos y con mayor odio aún hacia mí mismo nada era mío, nada me salía bien. ¿Por qué habría de sentirme responsable con respecto a ese lago tonto? Miré insistentemente a la cara al de la chaqueta color tabaco: sus mejillas resplandecían llenas de salud y de cuidados delicados; y yo sabía, sin embargo, que mi entrega erainútil, que él no habría de conmoverse.
Justo en ese momento reparaba él en mis pies cubiertos por las toscas medias verdinegras -¡ay, debía sentirme contento porque no estaban agujereadas!-, y sonrió de manera odiosa. Tocó con el codo a su compañero y le señaló mis pies. El otro rió también lleno de burla.
«¡Pero vean ustedes el lago!», exclamé, indicando la ventana.
El de la chaqueta color tabaco se encogió de hombros, ni siquiera se dignó mirar hacia la ventana, y le dijo algo al otro que entendí sólo en parte, pero que estaba destinado a mí y se refería a tipos en medias que no debían ser tolerados en un salón como éste. La palabra salón volvió a tener una significación similar a la que tuvo en mis años de muchacho, con una resonancia algo bella y algo falsa de distinción y mundanidad.
A punto de llorar, me incliné hacia mis pies por si podía mejorar alguna cosa, y entonces comprendí que resbalando, resbalando, se me habían salido las holgadas zapatillas de casa; por lo menos había aparecido detrás de mí en el suelo una pantufla muy grande, mullida, de color punzó. Indeciso, casi lloriqueando, la tomé con la mano asiéndola del tacón. Se me resbaló, la atrapé antes de llegar al piso -ahora había aumentado de tamaño-. agarrándola esta vez por la punta.
Entonces, íntimamente liberado, percibí el profundo valor de la pantufla que oscilaba en mi mano por el peso del tacón. ¡Qué cosa magnífica, una zapatilla roja y blanda, tan suave y pesada.' A manera de ensayo la blandí un poco en el aire; era algo delicioso y una sensación de placer me recorrió hasta la punta de los cabellos. Una cachiporra, una manguera de goma no eran nada. Comparados con mi gran zapato. Le puse entonces un nombre italiano: calziglione.
Cuando le asesté al de la chaqueta color tabaco un golpe juguetón con el calziglione en la cabeza, el irreprochable joven, tambaleándose, se desplomó en el diván. Y los demás, el cuarto y ese lago espantoso perdieron todo su dominio sobre mí. Yo era grande y fuerte, ya era libre, y luego de un segundo golpe en la cabeza al de la *chaqueta color tabaco, ni lucha hubo. Ni siquiera una mezquina defensa frente a mis golpes, sino júbilo y el deliberado capricho del triunfador. Dejé también de odiar a mi enemigo vencido: ahora me resultaba interesante, valioso y querido, yo era su señor y creador. Pues cada golpe de mi zapato-porra italiano iba modelando esa cabeza inmadura de petimetre, la forjaba, la construía, la inventaba. Con cada golpe configurador se hacía más agradable, más bonita, más fina, se convertía en mi criatura, en mi obra, en algo que me apaciguaba y que amaba. Con un tierno golpe postrero de forjador le ubiqué el puntiagudo occipucio bastante adentro. Estaba listo. Me agradeció y acarició mi mano. «Ya está bien», señalé yo. Entonces cruzó las manos sobre su pecho y tímidamente dijo: «Me llamo Pablo.»
Sentimientos maravillosos, llenos de poder y alegría dilataron mi pecho y dilataron asimismo el espacio ante mí. El aposento -nada de «salón» ahora- se retiró avergonzado y se escondió como algo nulo. Yo me encontraba junto al lago, y el lago era de un color azul oscuro; nubes aceradas oprimían las montañas sombrías; en los fiordos bullía espumosa un agua oscura; ráfagas de viento sur vagaban violenta y temerosamente en remolinos. Alcé la vista y extendí la mano señalando que la tormenta podía comenzar. Un relámpago estalló claro y frío desde la azulada dureza; un huracán caliente se precipitó con bramidos; en el cielo se disolvía un tumulto de formas grises en vetas marmóreas. Del lago azotado ascendían de manera aterradora enormes olas rotundas, de cuyos lomos la tormenta arrancaba cendales de espuma y partículas de agua que chasqueaban al ser arrojadas contra mi cara. Las negras montañas petrificadas abrían sus ojos llenos de espanto. Aquel acurrucarse las unas contra las otras y el silencio que de ellas surgía sonaban como una imploración.
En medio de la espléndida tormenta, entre su galopar sobre gigantescos corceles fantasmales, sonó cerca de mí una tímida voz. «¡Oh, yo no te había olvidado, pálida mujer de larga cabellera negra!» Me incliné hacia ella y habló de un modo infantil: «El lago se acerca, uno no puede quedarse.» Miré conmovido a la dulce pecadora, su rostro no era más que una palidez callada entre un amplio crepúsculo de cabellos. El ruidoso oleaje golpeaba ya mis rodillas, ya mi pecho, y la pecadora se balanceaba indefensa y silenciosa en medio de las olas ascendentes. Me reí un poco, abracé sus rodillas, la levanté hasta mí. También esto parecía hermoso y redentor, la mujer era singularmente liviana y pequeña, llena de una tibieza reciente; i y sus ojos eran confiados y temerosos. Entonces comprendí que no era una pecadora, ni una dama lejana o turbia. Ningún pecado, ningún secreto: era simplemente una niña.
La saqué de entre las olas y la llevé, a través de las rocas, hasta un parque sombrío a causa de la lluvia, lleno de una tristeza regia, donde la tormenta no llegaba. Allí, desde las copas inclinadas de viejos árboles, se manifestaba una belleza pura y plena de suave humanidad: poemas y sinfonías, mundo de bellos presentimientos y goces gratamente moderados, amables árboles pintados por Corot y música de Schubert dulcemente idílica, para instrumentos de viento y madera, todo lo cual, con el fugaz y palpitante aliento de la nostalgia, me atraía dulcemente hacia su amado templo. Y aunque el mundo, vanamente o no, tiene muchas voces, para cada una de ellas guarda el alma sus horas, sus momentos.
Dios sabe cómo nos despedimos, cómo perdí de vista a la pecadora, a la mujer pálida, a la criatura. Había una escalinata de piedra, y un pórtico, y servidumbre, todo frágil y lechoso, como detrás de un vidrio empañado; y otras formas, más inconsistentes y borrosas todavía, como agitadas por el viento, y cierto matiz de censura y reproche contra mí despertó mi enojo hacia ese torbellino de sombras. Luego no quedó de él otra cosa que la figura de Pablo, mi amigo e hijo Pablo. Y en sus rasgos se mostraba y escondía un rostro que no podía nombrarse con un nombre y que era, sin embargo, archiconocido: el rostro de un compañero de colegio, un rostro de niñera prehistórico y legendario, nutrido de los buenos y sustanciosos recuerdos a medias del fabuloso año primero de vida.
Se abre entonces una oscuridad interior, la cálida cuna del alma, y se empieza a fijar la patria perdida, el tiempo de la existencia informe, la indeterminada efusión inicial del hontanar, bajo el cual duerme el pretérito de los ascendientes con los sueños de la selva virgen. ¡Tienta, pues, oh alma, yerta, revuelve ciegamente en las termas saciadas de los inocentes instintos aurorales! Te conozco, ala medrosa, nada es más urgente para ti, ninguna cosa es más alimento, bebida y sueño para ti, que el regreso a tus comienzos. Las olas murmuran a tu alrededor y entonces tú eres ola; murmura el bosque y tú eres bosque; ya no hay más un afuera y un adentro. Vuelas, eres un pájaro en el aire; nadas, eres un pez en el mar; absorbes la luz y eres luz; saboreas la oscuridad y eres oscuridad. Caminamos, alma, nadamos y volamos y sonreímos y volvemos a anudar con delicados dedos del espíritu los hilos rotos; y dichosamente resuenan las destruidas vibraciones. Ya no buscamos más a Dios. Somos Dios. Somos el mundo. Matamos y morimos juntamente, creamos y resucitamos con nuestros sueños. Nuestro sueño más hermoso es el cielo azul; nuestro sueño más hermoso es el mar; nuestro sueño más hermoso es la noche iluminada por estrellas; y es el pez, y es el sonido claro y alegre, y es la luz clara y alegre: todos son nuestros sueños, cada uno de ellos es nuestro sueño más hermoso. Acabamos de morirnos para convertirnos en tierra. Acabamos de inventar la risa. Acabamos de poner en orden una constelación.
Suenan voces, y cada una de ellas es la voz de la madre. Susurran los árboles, y cada uno de ellos ha susurrado sobre nuestra cuna. Las calles se abren como estrellas, y cada calle es el retorno a casa.
El llamado Pablo, mi creación y mi amigo, estaba otra vez aquí y tenía mi misma edad. Se parecía a un amigo mío de juventud, pero yo no sabía a cuál, y por eso me sentía algo inseguro frente a él y le demostraba cierta cortesía. De donde sacó una ventaja apreciable. El mundo dejó de pertenecerme, le obedecía a él; debido a esto, todo lo anterior se había desvanecido y hundido en una inverosimilitud humillante, avergonzado de él, que gobernaba ahora.
Estábamos en una plaza, el lugar se llamaba París. Ante mí se alzaba un poste altísimo de hierro que era una escalera, pues tenía a ambos lados angostos escalones de hierro, a los que uno podía asirse con las manos y que asimismo servían para subir con los pies. De acuerdo con los deseos de Pablo, trepé junto a él por semejante escalera. Cuando estuvimos tan arriba como el tejado de una casa o un árbol muy alto, comencé a sentir temor. Miré hacia Pablo que no sentía ningún temor, pero que al adivinar el mío se sonrió.
Durante un momento, mientras tomaba aliento en tanto sonreía, estuve a punto de reconocer su rostro y recordar su nombre. Una rendija del pasado se abrió y ensanchó hasta la época de la escuela, hasta el tiempo en que yo tenía doce años, la edad más espléndida de la vida, cuando todo estaba lleno de aroma y era genial, cuando todo estaba dorado con un aroma apetitoso de pan fresco y una vislumbre embriagadora de heroísmo y aventura -doce años contaba Jesús cuando confundió a los doctores en el templo-: con doce años habíamos apabullado a nuestros sabios y maestros, éramos más inteligentes que ellos, más geniales, más valientes. Reminiscencias e imágenes me asaltaron en tumulto: cuadernos escolares olvidados, penitencias a la hora de comer, un pájaro muerto con una honda, el bolsillo de un abrigo pegajoso lleno de ciruelas robadas, un salvaje chapotear de muchachos en la piscina, pantalones de domingo rotos e íntimos remordimientos de conciencia, una ferviente oración al atardecer ante preocupaciones terrenales, sentimientos de un maravilloso heroísmo sugeridos por un verso de Schiller..
Fue solamente durante una fracción de segundo, como un relámpago, una serie ansiosamente arrebatada de imágenes sin centro; al momento el rostro de Pablo volvía a contemplarme, inquietante, conocido a medias. Ya no estaba yo seguro de mi edad, era posible que ambos fuéramos todavía muchachos. Abajo, muy abajo de nuestros delgados escalones, yacía esa aglomeración de calles que lleva el nombre de París. Cuando estuvimos más alto que cualquier torre, nuestras barras de hierro se acabaron y apareció, coronada por una tabla horizontal, una plataforma diminuta. Parecía imposible encaramarse a ella. Pero Pablo lo hizo con desenvoltura y yo no pude menos que hacerlo.
Ya encima, me acosté sobre la tabla y miré hacia abajo desde el borde, como desde una elevada nubecita. Mi mirada cayó como una piedra en el vacío y no dio en ningún blanco. De pronto, mi camarada hizo un gesto indicador, y yo quedé suspendido dé un espectáculo prodigioso que flotaba en medio de los aires. Sobre una calle ancha, a la altura de los tejados más altos, pero infinitamente más abajo que nosotros, vi una sociedad extraña y aérea: parecían ser equilibristas, y precisamente una de las figuras corría sobre una cuerda o una barra. Luego descubrí que eran muchos y casi exclusivamente jovencitas, y me parecieron ser gitanos o gente vagabunda. Iban y venían, se acostaban o sentaban, se agitaban a la altura de los tejados sobre un tablado aéreo de listones muy angostos y un varillaje parecido a una enramada. Habitaban allí y eran nativos de aquella región. Debajo de ellos podía entreverse la calle, y desde el fondo hasta la proximidad de sus pies llegaba una niebla sutil y flotante.
Pablo dijo algo al respecto. «Sí», respondí yo, «es conmovedor, todas esas muchachas ... »
Cierto, yo estaba mucho más arriba que ellas, pero me adhería temerosamente a mi puesto, mientras ellas flotaban ligeras y sin recelo. Entonces comprendí que estaba demasiado alto, en una posición falsa. Ellas sí que estaban a la altura debida, no al nivel del piso, pero tampoco tan endemoniadamente arriba y lejanas como yo; no entre la gente y tampoco tan aisladas. Además, eran muchas. Supe entonces que ellas representaban una felicidad que yo no había alcanzado aún.
Pero yo sabía que en cualquier momento tendría quc volver a bajar por mi descomunal escalera, y la sola idea de hacerlo era tan angustiosa que sentí náuseas; no podía aguantar un momento más allí arriba. Con desesperación y temblando de vértigo, tanteé con los pies en busca de los escalones -no podía verlos desde la plataforma y quedé suspendido, convulsivamente asido durante unos minutos espantosos, en aquella altura dañina. Nadie me socorría. Pablo ya se había ido.
Con profunda angustia daba peligrosos puntapiés y manotones, hasta que una sensación me envolvió como si fuese niebla, la sensación de que no eran la alta escalera ni el vértigo lo que yo tenía que sufrir y las cosas por las que debía pasar. Y de inmediato se desvanecieron también la visibilidad y hasta el parecido de las cosas; todo era nebuloso e impreciso. Ya me veía colgando de los escalones y sentía vértigo, ya me arrastraba, pequefío y angustiado, entre galerías de minas y corredores subterráneos terriblemente angostos, ya chapoteaba con desesperación en medio de lodazales y estiércol y sentía elevarse hasta mi boca un cieno inmundo. Oscuridad y paralización lo cubrían todo. Misiones formidables, con un sentido serio pero todavía oculto. Angustia y sudores, mutilación y escalofríos. Un dificultoso morir, un dificultoso renacer.
¡Cuántas noches hay en tomo nuestro! ¡Cuántos caminos de tortura, angustiosos y duros, recorremos! En las profundidades del pozo camina nuestra alma cegada, pobre héroe eterno, pobre Odiseo. Pero seguimos caminando, nos agachamos y pasamos un vado, nadamos ahogándonos en el fango, trepamos arrastrándonos por malignos paredones lisos. Lloramos y nos desanimamos, gemimos atemorizados y aullamos con llanto doloroso. Pero seguimos adelante, caminamos y padecemos, caminamos y nos abrimos paso a mordiscos.
De nuevo surgieron, de la turbia humareda infernal, los símbolos; allí estaba otra vez un breve trozo del sendero sombrío, iluminado por la luz conformadora de los recuerdos. Y el alma brotó desde lo primitivo para afincarse en la región nativa del tiempo.
¿Dónde estaba aquello? Objetos conocidos me contemplaron; respiré un aire que volví a reconocer. Una habitación casi en penumbras, una lámpara de petróleo sobre la mesa, algo semejante a un piano. Mi hermana estaba allí, y mi cuñado, tal vez de visita en casa o yo en la de ellos. Estaban silenciosos y muy preocupados, llenos de preocupación por mí. Y yo estaba de pie en el cuarto grande y triste, iba de un lado para el otro, envuelto en una nube de tristeza, dentro de una corriente de tristeza amarga, sofocante. Y entonces comencé a buscar cualquier cosa, nada importante, un libro o unas tijeras o algo parecido, y era incapaz de encontrarlo. Así tomé la lámpara, era pesada y yo estaba terriblemente cansado, pronto volví a dejarla y a continuación la volví a tomar, y quería buscar, buscar, aunque sabía que era en vano. No iba a encontrar nada, sólo embrollaría más las cosas, la lámpara se me caería de las manos -era tan pesada, tan penosamente pesada y yo seguiría buscando a tientas y errando a través de la habitación durante toda mi pobre vida.
Mi cuñado me miró, y en su mirada había temor y algo de censura. «Advierten que me estoy volviendo loco», pensé rápidamente, y volví a tomar la lámpara. Mi hermana se me acercó, muda, con ojos implorantes, tan llena de angustia y amor que el corazón se me quería romper. No podía decir nada, solamente tender la mano, hacer señas, señas de rechazo. Y yo quería decir: «¡Dejadme ya, dejadme ya! ¡Vosotros no lo podéis saber que me pasa, cuánto sufro, que terriblemente sufro!» Y otra vez: «¡Dejadme ya, dejadme ya!»
La rojiza luz de la lámpara se esparcía débilmente por el espacioso cuarto, afuera los árboles gemían con el viento. Por un instante creí ver y palpar en la más honda intimidad la noche que estaba ahí afuera: ¡viento y humedad, otoño, amargo olor de la hojarasca, arremolinadas hojas de los olmos, otoño, otoño! Y por otro momento dejé de ser yo mismo, y me vi como una efigie: yo era un músico pálido, enjuto, de ojos llameantes, llamado Hugo Wolf, y aquella noche me encontraba al borde de la locura.
Entretanto, debía continuar buscando, debía buscar sin esperanzas, y tenía que alzar la pesada lámpara y colocarla sobre la mesa redonda, sobre el sillón, sobre una pila de libros. Y debía defenderme con gestos suplicantes cuando mi hermana volvía a contemplarme triste y delicadamente, cuando quería consolarme o aproximarse con propósito de ayuda. La pena crecía dentro de mí y me llenaba casi hasta estallar; las imágenes que me rodeaban eran de una claridad y una elocuencia conmovedora, mucho más darás que cualquier realidad común; un par de flores otoñales en el florero, entre ellas una dalia de un rojo pardo oscuro, ardían en una soledad tan hermosa y sonriente... Y cada objeto, aun el brillante pie de latón de la lámpara, era tan mágicamente bello y penetrado por un halo de soledad tan fatal como en los cuadros de los grandes pintores.
Percibí con nitidez mi destino. Una sombra más en aquella tristeza, una mirada más de mi hermana, otra mirada más de las flores, de esas flores hermosas llenas de alma... y luego aquello se desvaneció y me sumergí en el desvarío. «¡Dejadme! ¡Vosotros no sabéis nada! » Sobre la cubierta bruñida del piano caía un rayo de la lámpara reflejado en la oscura madera, con arrobadora belleza, misteriosamente impregnado de melancolía.
Ahora se volvió a levantar mi hermana, se dirigió al piano. Yo quise suplicar, quise defenderme cordialmente, pero no pude. Desde mi total soledad no podía emanar ningún poder que llegara hasta ella. ¡Oh, yo sabía lo que ahora ocurriría! Yo conocía la melodía que ahora debía ponerse en palabras y que debía decirlo todo y destruirlo todo. Una tensión formidable me oprimía el corazón, y mientras las primeras gotas abrasadoras saltaban de mis ojos, caí de bruces sobre la mesa y escuché y sentí con todos mis sentidos y con nuevos sentidos agregados texto y música simultáneamente, la siguiente estrofa de la melodía de Hugo Wolf:
¿Qué sabéis, vosotras, oscuras cimas, de los bellos viejos tiempos?Detrás de las cumbres la patria ¡qué lejos está, qué lejos!
Con esto, el mundo se deslizó ante mí y dentro de mí, hundido en lágrimas y sonidos. ¡Cómo decir que difusa y torrencialmente, qué benéfica y dolorosamente! ¡Oh, llanto, dulce derrumbamiento, venturosa fusión! Todos los libros del mundo, llenos de pensamiento y y poesía, nada son ante un minuto de sollozos, cuando el sentimiento se agita en torrentes, y el alma se siente y se encuentra profundamente a sí misma. Las lágrimas son hielo del alma derretido; todos los ángeles están próximos al que llora.
Lloré copiosamente, olvidado de todas las causas y razones, mientras caía desde lo alto de una tensión insoportable en el suave crespúsculo de los sentimientos cotidianos-, sin pensamientos, sin testigos. En el medio, entre imágenes que revoloteaban, un ataúd. En él yacía una persona muy querida, muy importante para mi, pero yo no sabía quién era. Quizá tú mismo, pensé, cuando, deesde una remota y tierna lejanía, se me ocurrió otra imagen. ¿No había visto yo una vez, años atrás o en una vida anterior, cierta imagen maravillosa: un grupo de jovencitas morando arriba en los aires, nebuloso e ingrávido, hermoso y feliz, cerniéndose con la levedad del aire y pleno como música de cuerdas?
Los años cayeron deprisa, y el mundo se había transformado. Afligido, caminaba yo hacia una casita. Lo hacía muy a disgusto, pues una sensación de temor en la boca me tenía como cautivo; medrosamente tanteé con la lengua un diente flojo, y al tocarlo de costado se me cayó. ¡Y también el de al lado! Había por allí un médico muy joven al que me quejé, mientras implorante le señalaba el diente que sostenía entre mis dedos. Se rió despreocupadamente, dijo que no con inexorables gestos profesionales y luego sacudió la juvenil cabeza: la cosa no era nada, no tenía importancia, todos los días ocurría algo así. «¡Dios santo!», pensé. Pero él prosiguió y señaló mi rodilla izquierda: «Allí está el asunto, con eso no se puede jugar.» Con tremenda rapidez toqué la rodilla izquierda... ¡allí estaba! Allí tenia un agujero en el que me cabía el dedo, y en vez de piel y carne no palpaba más que una masa insensible, blanda y fofa, ligera y fibrosa, como el tejido marchito de una planta. ¡Oh Dios mío, aquello era el principio del fin, aquello era la putrefacción y la muerte! «No hay que se pueda hacer?», pregunté con amabilidad forzada. «Nada Ya», dijo el joven médico y se marchó.
Me dirigí hacia la casita, extenuado, Dero no tan desesperado como hubiera debido estar. Casi estaba indiferente. Ahora era necesario llegar hasta la casita, donde mi madre me aguardaba. ¿No había escuchado su voz, acaso no había visto su semblante? Unos peldaños llevaban arriba, peldaños disparatados, altos y lisos, sin baranda, cada uno de ellos una montaña, un picacho, un ventisquero. Seguro que se me había hecho demasiado tarde ya... ¿Se habría ella marchado, acaso estaba muerta? ¿No terminaba de oír cómo llamaba de nuevo? Calladamente luché con los empinados escalones-montañas, cayéndome, y magullado, furioso y sollozando, me apreté contra el suelo apoyándome en mis maltrechos brazos y rodillas. Y me hallé arriba, junto al portal, y los peldaños volvían a ser pequeños, bonitos y adornados con boj. Cada paso se me hacía pegajoso y dificil como si pisara fango y cola de carpintero. No lograba avanzar, la puerta estaba abierta, y adentro andaba mi madre con un vestido gris, un cesto al brazo, en silencio y pensativa. ¡Oh, su cabello oscuro, apenas encanecido, bajo la redecilla! ¡Y su andar, su figura tan menuda! ¡Y su vestido, ese vestido gris! ¿Es que en todos aquellos muchos, muchos años, había perdido totalmente su imagen, es que nunca había pensado. en ella debidamente? ¡Pero allí estaba, de pie, caminando, y mirada de atrás, tal como había sido, enteramente clara y hermosa, puro amor, puro pensamiento amoroso! Furioso, mi paso de paralítico intentó vadear la atmósfera pegajosa; zarcillos de plantas trepadoras se me enroscaban más y más como cuerdas delgadas y fuertes, por todas partes obstáculos hostiles, ningún adelanto. «¡Madre!», grité... Pero no se escuchó voz alguna... No se escuchó nada. Entre ella y yo se interponía un vidrio.
Mi madre se alejó lentamente, sin mirar atrás, en silencio, ensimismada en pensamientos bellos y cuidadosos, en tanto desprendía con esa mano que me era tan conocida una hebra invisible del vestido. Luego se inclinó sobre el cestito buscando sus enseres de costura. ¡Oh el cestito! En él me había escondido en una oportunidad huevos de Pascua. Grité desesperado y sin voz. Eché a correr ¡y no me movía del sitio! Ternura y furor tiraban violentamente de mí.
Ella continuó andando despacio, atravesó el pabellón del jardín, se detuvo en la puerta abierta del otro lado, y salió al aire libre. Luego inclinó la cabeza suavemente hacia un costado, como si estuviera escuchando el curso de sus pensamientos, alzaba y bajaba el cestito ... Entonces me vino a la memoria un papel que había encontrado una vez, siendo muchacho, en aquel cestito. Allí había escrito ella con su letra ligera lo que tenía que hacer y recordar ese día; pantalones de Hermann deshilachados; poner en remojo la ropa; pedir prestado libro de Dickens; Hermann no ha rezado ayer. ¡Torrentes del recuerdo, cargas del amor!
Inmovilizado, atado de pies y manos, quedé junto a la puerta de entrada; por el lado opuesto, la mujer vestida de gris cruzó lentamente el jardín y desapareció.
Algo sucedió por fin. Los dos jóvenes entraron. Saludaron a la dama con muy buenos modales y me fueron presentados. Petimetres, pensé, y me enojé conmigo mismo, porque la chaqueta color tabaco de uno de ellos con su coqueto talle y corte me avergonzaba y daba envidia. ¡Era un repugnante sentimiento de envidia contra esos impecables y desenvueltos seres sonrientes! «¡Domínate!», me dije en voz baja. Ambos jóvenes estrecharon con indiferencia la mano que les ofrecí -¿por qué lo había hecho?- y pusieron cara de burla.
Entonces noté que algo no estaba en orden en mi persona, y sentí dentro de mí molestos escalofríos. Bajé la vista y palidecí al ver que no llevaba zapatos, que sólo calzaba medias. ¡Otra vez, siempre esos impedimentos y contratiempos insulsos, lamentables, mezquinos! ¡A los demás nunca les ocurría aparecer desnudos o semidesnudos ante la gente irreprochable e inflexible! Apesadumbrado, traté de cubrir por lo menos el pie izquierdo con el derecho, cuando mi vista cayó sobre la ventana. Tras ella surgía la empinada orilla del lago que amenazaba azul y salvaje con sus lúgubres tonalidades falsas que querían ser demoníacas. Apenado y deseoso de ayuda miré a los recién llegados pleno de odio contra ellos y con mayor odio aún hacia mí mismo nada era mío, nada me salía bien. ¿Por qué habría de sentirme responsable con respecto a ese lago tonto? Miré insistentemente a la cara al de la chaqueta color tabaco: sus mejillas resplandecían llenas de salud y de cuidados delicados; y yo sabía, sin embargo, que mi entrega erainútil, que él no habría de conmoverse.
Justo en ese momento reparaba él en mis pies cubiertos por las toscas medias verdinegras -¡ay, debía sentirme contento porque no estaban agujereadas!-, y sonrió de manera odiosa. Tocó con el codo a su compañero y le señaló mis pies. El otro rió también lleno de burla.
«¡Pero vean ustedes el lago!», exclamé, indicando la ventana.
El de la chaqueta color tabaco se encogió de hombros, ni siquiera se dignó mirar hacia la ventana, y le dijo algo al otro que entendí sólo en parte, pero que estaba destinado a mí y se refería a tipos en medias que no debían ser tolerados en un salón como éste. La palabra salón volvió a tener una significación similar a la que tuvo en mis años de muchacho, con una resonancia algo bella y algo falsa de distinción y mundanidad.
A punto de llorar, me incliné hacia mis pies por si podía mejorar alguna cosa, y entonces comprendí que resbalando, resbalando, se me habían salido las holgadas zapatillas de casa; por lo menos había aparecido detrás de mí en el suelo una pantufla muy grande, mullida, de color punzó. Indeciso, casi lloriqueando, la tomé con la mano asiéndola del tacón. Se me resbaló, la atrapé antes de llegar al piso -ahora había aumentado de tamaño-. agarrándola esta vez por la punta.
Entonces, íntimamente liberado, percibí el profundo valor de la pantufla que oscilaba en mi mano por el peso del tacón. ¡Qué cosa magnífica, una zapatilla roja y blanda, tan suave y pesada.' A manera de ensayo la blandí un poco en el aire; era algo delicioso y una sensación de placer me recorrió hasta la punta de los cabellos. Una cachiporra, una manguera de goma no eran nada. Comparados con mi gran zapato. Le puse entonces un nombre italiano: calziglione.
Cuando le asesté al de la chaqueta color tabaco un golpe juguetón con el calziglione en la cabeza, el irreprochable joven, tambaleándose, se desplomó en el diván. Y los demás, el cuarto y ese lago espantoso perdieron todo su dominio sobre mí. Yo era grande y fuerte, ya era libre, y luego de un segundo golpe en la cabeza al de la *chaqueta color tabaco, ni lucha hubo. Ni siquiera una mezquina defensa frente a mis golpes, sino júbilo y el deliberado capricho del triunfador. Dejé también de odiar a mi enemigo vencido: ahora me resultaba interesante, valioso y querido, yo era su señor y creador. Pues cada golpe de mi zapato-porra italiano iba modelando esa cabeza inmadura de petimetre, la forjaba, la construía, la inventaba. Con cada golpe configurador se hacía más agradable, más bonita, más fina, se convertía en mi criatura, en mi obra, en algo que me apaciguaba y que amaba. Con un tierno golpe postrero de forjador le ubiqué el puntiagudo occipucio bastante adentro. Estaba listo. Me agradeció y acarició mi mano. «Ya está bien», señalé yo. Entonces cruzó las manos sobre su pecho y tímidamente dijo: «Me llamo Pablo.»
Sentimientos maravillosos, llenos de poder y alegría dilataron mi pecho y dilataron asimismo el espacio ante mí. El aposento -nada de «salón» ahora- se retiró avergonzado y se escondió como algo nulo. Yo me encontraba junto al lago, y el lago era de un color azul oscuro; nubes aceradas oprimían las montañas sombrías; en los fiordos bullía espumosa un agua oscura; ráfagas de viento sur vagaban violenta y temerosamente en remolinos. Alcé la vista y extendí la mano señalando que la tormenta podía comenzar. Un relámpago estalló claro y frío desde la azulada dureza; un huracán caliente se precipitó con bramidos; en el cielo se disolvía un tumulto de formas grises en vetas marmóreas. Del lago azotado ascendían de manera aterradora enormes olas rotundas, de cuyos lomos la tormenta arrancaba cendales de espuma y partículas de agua que chasqueaban al ser arrojadas contra mi cara. Las negras montañas petrificadas abrían sus ojos llenos de espanto. Aquel acurrucarse las unas contra las otras y el silencio que de ellas surgía sonaban como una imploración.
En medio de la espléndida tormenta, entre su galopar sobre gigantescos corceles fantasmales, sonó cerca de mí una tímida voz. «¡Oh, yo no te había olvidado, pálida mujer de larga cabellera negra!» Me incliné hacia ella y habló de un modo infantil: «El lago se acerca, uno no puede quedarse.» Miré conmovido a la dulce pecadora, su rostro no era más que una palidez callada entre un amplio crepúsculo de cabellos. El ruidoso oleaje golpeaba ya mis rodillas, ya mi pecho, y la pecadora se balanceaba indefensa y silenciosa en medio de las olas ascendentes. Me reí un poco, abracé sus rodillas, la levanté hasta mí. También esto parecía hermoso y redentor, la mujer era singularmente liviana y pequeña, llena de una tibieza reciente; i y sus ojos eran confiados y temerosos. Entonces comprendí que no era una pecadora, ni una dama lejana o turbia. Ningún pecado, ningún secreto: era simplemente una niña.
La saqué de entre las olas y la llevé, a través de las rocas, hasta un parque sombrío a causa de la lluvia, lleno de una tristeza regia, donde la tormenta no llegaba. Allí, desde las copas inclinadas de viejos árboles, se manifestaba una belleza pura y plena de suave humanidad: poemas y sinfonías, mundo de bellos presentimientos y goces gratamente moderados, amables árboles pintados por Corot y música de Schubert dulcemente idílica, para instrumentos de viento y madera, todo lo cual, con el fugaz y palpitante aliento de la nostalgia, me atraía dulcemente hacia su amado templo. Y aunque el mundo, vanamente o no, tiene muchas voces, para cada una de ellas guarda el alma sus horas, sus momentos.
Dios sabe cómo nos despedimos, cómo perdí de vista a la pecadora, a la mujer pálida, a la criatura. Había una escalinata de piedra, y un pórtico, y servidumbre, todo frágil y lechoso, como detrás de un vidrio empañado; y otras formas, más inconsistentes y borrosas todavía, como agitadas por el viento, y cierto matiz de censura y reproche contra mí despertó mi enojo hacia ese torbellino de sombras. Luego no quedó de él otra cosa que la figura de Pablo, mi amigo e hijo Pablo. Y en sus rasgos se mostraba y escondía un rostro que no podía nombrarse con un nombre y que era, sin embargo, archiconocido: el rostro de un compañero de colegio, un rostro de niñera prehistórico y legendario, nutrido de los buenos y sustanciosos recuerdos a medias del fabuloso año primero de vida.
Se abre entonces una oscuridad interior, la cálida cuna del alma, y se empieza a fijar la patria perdida, el tiempo de la existencia informe, la indeterminada efusión inicial del hontanar, bajo el cual duerme el pretérito de los ascendientes con los sueños de la selva virgen. ¡Tienta, pues, oh alma, yerta, revuelve ciegamente en las termas saciadas de los inocentes instintos aurorales! Te conozco, ala medrosa, nada es más urgente para ti, ninguna cosa es más alimento, bebida y sueño para ti, que el regreso a tus comienzos. Las olas murmuran a tu alrededor y entonces tú eres ola; murmura el bosque y tú eres bosque; ya no hay más un afuera y un adentro. Vuelas, eres un pájaro en el aire; nadas, eres un pez en el mar; absorbes la luz y eres luz; saboreas la oscuridad y eres oscuridad. Caminamos, alma, nadamos y volamos y sonreímos y volvemos a anudar con delicados dedos del espíritu los hilos rotos; y dichosamente resuenan las destruidas vibraciones. Ya no buscamos más a Dios. Somos Dios. Somos el mundo. Matamos y morimos juntamente, creamos y resucitamos con nuestros sueños. Nuestro sueño más hermoso es el cielo azul; nuestro sueño más hermoso es el mar; nuestro sueño más hermoso es la noche iluminada por estrellas; y es el pez, y es el sonido claro y alegre, y es la luz clara y alegre: todos son nuestros sueños, cada uno de ellos es nuestro sueño más hermoso. Acabamos de morirnos para convertirnos en tierra. Acabamos de inventar la risa. Acabamos de poner en orden una constelación.
Suenan voces, y cada una de ellas es la voz de la madre. Susurran los árboles, y cada uno de ellos ha susurrado sobre nuestra cuna. Las calles se abren como estrellas, y cada calle es el retorno a casa.
El llamado Pablo, mi creación y mi amigo, estaba otra vez aquí y tenía mi misma edad. Se parecía a un amigo mío de juventud, pero yo no sabía a cuál, y por eso me sentía algo inseguro frente a él y le demostraba cierta cortesía. De donde sacó una ventaja apreciable. El mundo dejó de pertenecerme, le obedecía a él; debido a esto, todo lo anterior se había desvanecido y hundido en una inverosimilitud humillante, avergonzado de él, que gobernaba ahora.
Estábamos en una plaza, el lugar se llamaba París. Ante mí se alzaba un poste altísimo de hierro que era una escalera, pues tenía a ambos lados angostos escalones de hierro, a los que uno podía asirse con las manos y que asimismo servían para subir con los pies. De acuerdo con los deseos de Pablo, trepé junto a él por semejante escalera. Cuando estuvimos tan arriba como el tejado de una casa o un árbol muy alto, comencé a sentir temor. Miré hacia Pablo que no sentía ningún temor, pero que al adivinar el mío se sonrió.
Durante un momento, mientras tomaba aliento en tanto sonreía, estuve a punto de reconocer su rostro y recordar su nombre. Una rendija del pasado se abrió y ensanchó hasta la época de la escuela, hasta el tiempo en que yo tenía doce años, la edad más espléndida de la vida, cuando todo estaba lleno de aroma y era genial, cuando todo estaba dorado con un aroma apetitoso de pan fresco y una vislumbre embriagadora de heroísmo y aventura -doce años contaba Jesús cuando confundió a los doctores en el templo-: con doce años habíamos apabullado a nuestros sabios y maestros, éramos más inteligentes que ellos, más geniales, más valientes. Reminiscencias e imágenes me asaltaron en tumulto: cuadernos escolares olvidados, penitencias a la hora de comer, un pájaro muerto con una honda, el bolsillo de un abrigo pegajoso lleno de ciruelas robadas, un salvaje chapotear de muchachos en la piscina, pantalones de domingo rotos e íntimos remordimientos de conciencia, una ferviente oración al atardecer ante preocupaciones terrenales, sentimientos de un maravilloso heroísmo sugeridos por un verso de Schiller..
Fue solamente durante una fracción de segundo, como un relámpago, una serie ansiosamente arrebatada de imágenes sin centro; al momento el rostro de Pablo volvía a contemplarme, inquietante, conocido a medias. Ya no estaba yo seguro de mi edad, era posible que ambos fuéramos todavía muchachos. Abajo, muy abajo de nuestros delgados escalones, yacía esa aglomeración de calles que lleva el nombre de París. Cuando estuvimos más alto que cualquier torre, nuestras barras de hierro se acabaron y apareció, coronada por una tabla horizontal, una plataforma diminuta. Parecía imposible encaramarse a ella. Pero Pablo lo hizo con desenvoltura y yo no pude menos que hacerlo.
Ya encima, me acosté sobre la tabla y miré hacia abajo desde el borde, como desde una elevada nubecita. Mi mirada cayó como una piedra en el vacío y no dio en ningún blanco. De pronto, mi camarada hizo un gesto indicador, y yo quedé suspendido dé un espectáculo prodigioso que flotaba en medio de los aires. Sobre una calle ancha, a la altura de los tejados más altos, pero infinitamente más abajo que nosotros, vi una sociedad extraña y aérea: parecían ser equilibristas, y precisamente una de las figuras corría sobre una cuerda o una barra. Luego descubrí que eran muchos y casi exclusivamente jovencitas, y me parecieron ser gitanos o gente vagabunda. Iban y venían, se acostaban o sentaban, se agitaban a la altura de los tejados sobre un tablado aéreo de listones muy angostos y un varillaje parecido a una enramada. Habitaban allí y eran nativos de aquella región. Debajo de ellos podía entreverse la calle, y desde el fondo hasta la proximidad de sus pies llegaba una niebla sutil y flotante.
Pablo dijo algo al respecto. «Sí», respondí yo, «es conmovedor, todas esas muchachas ... »
Cierto, yo estaba mucho más arriba que ellas, pero me adhería temerosamente a mi puesto, mientras ellas flotaban ligeras y sin recelo. Entonces comprendí que estaba demasiado alto, en una posición falsa. Ellas sí que estaban a la altura debida, no al nivel del piso, pero tampoco tan endemoniadamente arriba y lejanas como yo; no entre la gente y tampoco tan aisladas. Además, eran muchas. Supe entonces que ellas representaban una felicidad que yo no había alcanzado aún.
Pero yo sabía que en cualquier momento tendría quc volver a bajar por mi descomunal escalera, y la sola idea de hacerlo era tan angustiosa que sentí náuseas; no podía aguantar un momento más allí arriba. Con desesperación y temblando de vértigo, tanteé con los pies en busca de los escalones -no podía verlos desde la plataforma y quedé suspendido, convulsivamente asido durante unos minutos espantosos, en aquella altura dañina. Nadie me socorría. Pablo ya se había ido.
Con profunda angustia daba peligrosos puntapiés y manotones, hasta que una sensación me envolvió como si fuese niebla, la sensación de que no eran la alta escalera ni el vértigo lo que yo tenía que sufrir y las cosas por las que debía pasar. Y de inmediato se desvanecieron también la visibilidad y hasta el parecido de las cosas; todo era nebuloso e impreciso. Ya me veía colgando de los escalones y sentía vértigo, ya me arrastraba, pequefío y angustiado, entre galerías de minas y corredores subterráneos terriblemente angostos, ya chapoteaba con desesperación en medio de lodazales y estiércol y sentía elevarse hasta mi boca un cieno inmundo. Oscuridad y paralización lo cubrían todo. Misiones formidables, con un sentido serio pero todavía oculto. Angustia y sudores, mutilación y escalofríos. Un dificultoso morir, un dificultoso renacer.
¡Cuántas noches hay en tomo nuestro! ¡Cuántos caminos de tortura, angustiosos y duros, recorremos! En las profundidades del pozo camina nuestra alma cegada, pobre héroe eterno, pobre Odiseo. Pero seguimos caminando, nos agachamos y pasamos un vado, nadamos ahogándonos en el fango, trepamos arrastrándonos por malignos paredones lisos. Lloramos y nos desanimamos, gemimos atemorizados y aullamos con llanto doloroso. Pero seguimos adelante, caminamos y padecemos, caminamos y nos abrimos paso a mordiscos.
De nuevo surgieron, de la turbia humareda infernal, los símbolos; allí estaba otra vez un breve trozo del sendero sombrío, iluminado por la luz conformadora de los recuerdos. Y el alma brotó desde lo primitivo para afincarse en la región nativa del tiempo.
¿Dónde estaba aquello? Objetos conocidos me contemplaron; respiré un aire que volví a reconocer. Una habitación casi en penumbras, una lámpara de petróleo sobre la mesa, algo semejante a un piano. Mi hermana estaba allí, y mi cuñado, tal vez de visita en casa o yo en la de ellos. Estaban silenciosos y muy preocupados, llenos de preocupación por mí. Y yo estaba de pie en el cuarto grande y triste, iba de un lado para el otro, envuelto en una nube de tristeza, dentro de una corriente de tristeza amarga, sofocante. Y entonces comencé a buscar cualquier cosa, nada importante, un libro o unas tijeras o algo parecido, y era incapaz de encontrarlo. Así tomé la lámpara, era pesada y yo estaba terriblemente cansado, pronto volví a dejarla y a continuación la volví a tomar, y quería buscar, buscar, aunque sabía que era en vano. No iba a encontrar nada, sólo embrollaría más las cosas, la lámpara se me caería de las manos -era tan pesada, tan penosamente pesada y yo seguiría buscando a tientas y errando a través de la habitación durante toda mi pobre vida.
Mi cuñado me miró, y en su mirada había temor y algo de censura. «Advierten que me estoy volviendo loco», pensé rápidamente, y volví a tomar la lámpara. Mi hermana se me acercó, muda, con ojos implorantes, tan llena de angustia y amor que el corazón se me quería romper. No podía decir nada, solamente tender la mano, hacer señas, señas de rechazo. Y yo quería decir: «¡Dejadme ya, dejadme ya! ¡Vosotros no lo podéis saber que me pasa, cuánto sufro, que terriblemente sufro!» Y otra vez: «¡Dejadme ya, dejadme ya!»
La rojiza luz de la lámpara se esparcía débilmente por el espacioso cuarto, afuera los árboles gemían con el viento. Por un instante creí ver y palpar en la más honda intimidad la noche que estaba ahí afuera: ¡viento y humedad, otoño, amargo olor de la hojarasca, arremolinadas hojas de los olmos, otoño, otoño! Y por otro momento dejé de ser yo mismo, y me vi como una efigie: yo era un músico pálido, enjuto, de ojos llameantes, llamado Hugo Wolf, y aquella noche me encontraba al borde de la locura.
Entretanto, debía continuar buscando, debía buscar sin esperanzas, y tenía que alzar la pesada lámpara y colocarla sobre la mesa redonda, sobre el sillón, sobre una pila de libros. Y debía defenderme con gestos suplicantes cuando mi hermana volvía a contemplarme triste y delicadamente, cuando quería consolarme o aproximarse con propósito de ayuda. La pena crecía dentro de mí y me llenaba casi hasta estallar; las imágenes que me rodeaban eran de una claridad y una elocuencia conmovedora, mucho más darás que cualquier realidad común; un par de flores otoñales en el florero, entre ellas una dalia de un rojo pardo oscuro, ardían en una soledad tan hermosa y sonriente... Y cada objeto, aun el brillante pie de latón de la lámpara, era tan mágicamente bello y penetrado por un halo de soledad tan fatal como en los cuadros de los grandes pintores.
Percibí con nitidez mi destino. Una sombra más en aquella tristeza, una mirada más de mi hermana, otra mirada más de las flores, de esas flores hermosas llenas de alma... y luego aquello se desvaneció y me sumergí en el desvarío. «¡Dejadme! ¡Vosotros no sabéis nada! » Sobre la cubierta bruñida del piano caía un rayo de la lámpara reflejado en la oscura madera, con arrobadora belleza, misteriosamente impregnado de melancolía.
Ahora se volvió a levantar mi hermana, se dirigió al piano. Yo quise suplicar, quise defenderme cordialmente, pero no pude. Desde mi total soledad no podía emanar ningún poder que llegara hasta ella. ¡Oh, yo sabía lo que ahora ocurriría! Yo conocía la melodía que ahora debía ponerse en palabras y que debía decirlo todo y destruirlo todo. Una tensión formidable me oprimía el corazón, y mientras las primeras gotas abrasadoras saltaban de mis ojos, caí de bruces sobre la mesa y escuché y sentí con todos mis sentidos y con nuevos sentidos agregados texto y música simultáneamente, la siguiente estrofa de la melodía de Hugo Wolf:
¿Qué sabéis, vosotras, oscuras cimas, de los bellos viejos tiempos?Detrás de las cumbres la patria ¡qué lejos está, qué lejos!
Con esto, el mundo se deslizó ante mí y dentro de mí, hundido en lágrimas y sonidos. ¡Cómo decir que difusa y torrencialmente, qué benéfica y dolorosamente! ¡Oh, llanto, dulce derrumbamiento, venturosa fusión! Todos los libros del mundo, llenos de pensamiento y y poesía, nada son ante un minuto de sollozos, cuando el sentimiento se agita en torrentes, y el alma se siente y se encuentra profundamente a sí misma. Las lágrimas son hielo del alma derretido; todos los ángeles están próximos al que llora.
Lloré copiosamente, olvidado de todas las causas y razones, mientras caía desde lo alto de una tensión insoportable en el suave crespúsculo de los sentimientos cotidianos-, sin pensamientos, sin testigos. En el medio, entre imágenes que revoloteaban, un ataúd. En él yacía una persona muy querida, muy importante para mi, pero yo no sabía quién era. Quizá tú mismo, pensé, cuando, deesde una remota y tierna lejanía, se me ocurrió otra imagen. ¿No había visto yo una vez, años atrás o en una vida anterior, cierta imagen maravillosa: un grupo de jovencitas morando arriba en los aires, nebuloso e ingrávido, hermoso y feliz, cerniéndose con la levedad del aire y pleno como música de cuerdas?
Los años cayeron deprisa, y el mundo se había transformado. Afligido, caminaba yo hacia una casita. Lo hacía muy a disgusto, pues una sensación de temor en la boca me tenía como cautivo; medrosamente tanteé con la lengua un diente flojo, y al tocarlo de costado se me cayó. ¡Y también el de al lado! Había por allí un médico muy joven al que me quejé, mientras implorante le señalaba el diente que sostenía entre mis dedos. Se rió despreocupadamente, dijo que no con inexorables gestos profesionales y luego sacudió la juvenil cabeza: la cosa no era nada, no tenía importancia, todos los días ocurría algo así. «¡Dios santo!», pensé. Pero él prosiguió y señaló mi rodilla izquierda: «Allí está el asunto, con eso no se puede jugar.» Con tremenda rapidez toqué la rodilla izquierda... ¡allí estaba! Allí tenia un agujero en el que me cabía el dedo, y en vez de piel y carne no palpaba más que una masa insensible, blanda y fofa, ligera y fibrosa, como el tejido marchito de una planta. ¡Oh Dios mío, aquello era el principio del fin, aquello era la putrefacción y la muerte! «No hay que se pueda hacer?», pregunté con amabilidad forzada. «Nada Ya», dijo el joven médico y se marchó.
Me dirigí hacia la casita, extenuado, Dero no tan desesperado como hubiera debido estar. Casi estaba indiferente. Ahora era necesario llegar hasta la casita, donde mi madre me aguardaba. ¿No había escuchado su voz, acaso no había visto su semblante? Unos peldaños llevaban arriba, peldaños disparatados, altos y lisos, sin baranda, cada uno de ellos una montaña, un picacho, un ventisquero. Seguro que se me había hecho demasiado tarde ya... ¿Se habría ella marchado, acaso estaba muerta? ¿No terminaba de oír cómo llamaba de nuevo? Calladamente luché con los empinados escalones-montañas, cayéndome, y magullado, furioso y sollozando, me apreté contra el suelo apoyándome en mis maltrechos brazos y rodillas. Y me hallé arriba, junto al portal, y los peldaños volvían a ser pequeños, bonitos y adornados con boj. Cada paso se me hacía pegajoso y dificil como si pisara fango y cola de carpintero. No lograba avanzar, la puerta estaba abierta, y adentro andaba mi madre con un vestido gris, un cesto al brazo, en silencio y pensativa. ¡Oh, su cabello oscuro, apenas encanecido, bajo la redecilla! ¡Y su andar, su figura tan menuda! ¡Y su vestido, ese vestido gris! ¿Es que en todos aquellos muchos, muchos años, había perdido totalmente su imagen, es que nunca había pensado. en ella debidamente? ¡Pero allí estaba, de pie, caminando, y mirada de atrás, tal como había sido, enteramente clara y hermosa, puro amor, puro pensamiento amoroso! Furioso, mi paso de paralítico intentó vadear la atmósfera pegajosa; zarcillos de plantas trepadoras se me enroscaban más y más como cuerdas delgadas y fuertes, por todas partes obstáculos hostiles, ningún adelanto. «¡Madre!», grité... Pero no se escuchó voz alguna... No se escuchó nada. Entre ella y yo se interponía un vidrio.
Mi madre se alejó lentamente, sin mirar atrás, en silencio, ensimismada en pensamientos bellos y cuidadosos, en tanto desprendía con esa mano que me era tan conocida una hebra invisible del vestido. Luego se inclinó sobre el cestito buscando sus enseres de costura. ¡Oh el cestito! En él me había escondido en una oportunidad huevos de Pascua. Grité desesperado y sin voz. Eché a correr ¡y no me movía del sitio! Ternura y furor tiraban violentamente de mí.
Ella continuó andando despacio, atravesó el pabellón del jardín, se detuvo en la puerta abierta del otro lado, y salió al aire libre. Luego inclinó la cabeza suavemente hacia un costado, como si estuviera escuchando el curso de sus pensamientos, alzaba y bajaba el cestito ... Entonces me vino a la memoria un papel que había encontrado una vez, siendo muchacho, en aquel cestito. Allí había escrito ella con su letra ligera lo que tenía que hacer y recordar ese día; pantalones de Hermann deshilachados; poner en remojo la ropa; pedir prestado libro de Dickens; Hermann no ha rezado ayer. ¡Torrentes del recuerdo, cargas del amor!
Inmovilizado, atado de pies y manos, quedé junto a la puerta de entrada; por el lado opuesto, la mujer vestida de gris cruzó lentamente el jardín y desapareció.
13/3/23
"El juez de los abrazos" - Jack Canfield y Mark V. Hansen
El juez de los abrazos
No me fastidiéis, ¡abrazadme!
Pegatina en un parachoques Lee Shapiro es un juez retirado y también una de las personas más auténticamente amables y cariñosas que conocemos. En un momento de su carrera, Lee se dio cuenta de que el amor es el poder más grande que hay.
Como resultado de ese descubrimiento se convirtió a la religión del abrazo: empezó a dar abrazos a todo el mundo. Sus colegas comenzaron a llamarlo «el juez de los abrazos». En el parachoques de su automóvil se lee: «No me fastidiéis, ¡abrazadme!».
Hace más o menos seis años, Lee inventó lo que él llama su «Equipo de abrazar». Por fuera dice: «Un corazón por un abrazo» y contiene treinta corazoncitos rojos bordados con un adhesivo al dorso. Lee saca su «Equipo de abrazar», se acerca a la gente y le ofrece un corazoncito rojo a cambio de un abrazo.
Gracias a esta práctica ha llegado a ser tan conocido que con frecuencia lo invitan a conferencias y convenciones donde puede compartir su mensaje de amor incondicional. En una conferencia que se realizó en San Francisco, los medios de comunicación locales le plantearon el siguiente reto: «Es fácil dar abrazos en esta conferencia dirigida a personas que han venido aquí porque han querido, pero eso sería imposible en el mundo real». Y lo desafiaron a que empezara a dar abrazos por las calles de San Francisco, seguido por un equipo de televisión de la emisora local. Lee salió a la calle y abordó a una mujer que pasaba.
—Hola, soy Lee Shapiro, el juez de los abrazos, y doy un corazón de estos a cambio de un abrazo —explicó.
—Cómo no —fue la respuesta.
—Demasiado fácil —objetó el comentarista local. Lee miró a su alrededor y vio a una muchacha encargada de un parquímetro que lo estaba pasando mal a causa del propietario de un automóvil a quien estaba multando. Lee se encaminó hacia ella, con el cámara a su lado y le dijo:
—Me parece que a ti te vendría bien un abrazo. Soy el juez de los abrazos y me ofrezco a darte uno.
Ella aceptó.
—Mire, ahí viene un autobús —lo desafió el comentarista de televisión—.
Los conductores de autobús de San Francisco son la gente más dura, descortés y mezquina que hay en la ciudad. Vamos a ver si consigue usted que lo abracen.
Lee aceptó el reto. Cuando el autobús llegó a la parada, dijo al conductor:
—Hola, soy Lee Shapiro, el juez de los abrazos. El suyo debe de ser uno de los trabajos más agotadores del mundo. Hoy ando ofreciendo abrazos a la gente para aliviarles un poco la carga. ¿Le apetece uno?
El hombrón de un metro ochenta y cuatro y más de noventa kilos de peso se levantó del asiento, bajó y le dijo:
—¿Por qué no?
Lee lo abrazó, le dio un corazón y lo saludó con la mano mientras el autobús volvía a arrancar. Los del equipo de televisión estaban mudos.
Finalmente, el presentador dijo:
—Tengo que admitir que estoy muy impresionado.
Un día, Nancy Johnston, una amiga de Lee, llamó a su puerta. Nancy es payaso de profesión e iba vestida con su disfraz de trabajo, maquillada y con nariz postiza.
—Lee, coge un montón de tus «Equipos de abrazar» y vamos al hogar de incapacitados.
Tan pronto como llegaron, comenzaron a repartir globos, sombreros de carnaval, corazones y abrazos entre los pacientes. Lee se sentía incómodo: nunca había abrazado a nadie que tuviera una enfermedad terminal, que padeciera graves disfunciones físicas o mentales.
Decididamente, aquello era excesivo para dos personas. Pero pasado un rato las cosas se volvieron más fáciles, ya que se fue formando un cortejo de médicos, enfermeras y ayudantes que los seguían de un pabellón a otro.
Pasadas varias horas, llegaron al último pabellón donde se alojaban los treinta y cuatro casos más graves que Lee había visto en su vida. La sensación fue tan horrible que lo descorazonó; pero, dado su compromiso de compartir su amor para conseguir un cambio, Nancy y Lee empezaron a abrirse paso por la habitación, seguidos por el séquito de médicos y enfermeras, que por aquel entonces ya llevaban corazones colgados al cuello y lucían sombreros de carnaval.
Finalmente, Lee llegó a la última persona, Leonard, que llevaba un gran babero blanco sobre el cual babeaba incesantemente. Lee miró a Leonard, que no dejaba de babear, y después se volvió a Nancy diciéndole:
—Vayámonos, Nancy, a una persona así es imposible llegar.
—Vamos, Lee —respondió ella—. Es un ser humano como nosotros, ¿o no?
Y le puso un sombrero de mil colores en la cabeza. Lee sacó uno de sus corazoncitos rojos y lo pegó en el babero de Leonard. Después, tras hacer una inspiración profunda, se inclinó para abrazarlo.
Súbitamente, Leonard empezó a emitir un chillido. Otros pacientes empezaron a golpear cacharros. Lee se volvió hacia el personal de la sala, en busca de alguna explicación, y se encontró con que todos los presentes, médicos, enfermeras y auxiliares, estaban llorando.
—¿Qué es lo que pasa? —preguntó a la jefa de enfermeras.
Lee jamás olvidará su respuesta:
—En veintitrés años, es la primera vez que hemos visto sonreír a Leonard.
Así de sencillo es cambiar en algo la vida de la gente.
Jack Canfield y Mark V. Hansen
12/3/23
"El escarabajo de oro" - Edgar Allan Poe
El escarabajo de oro
Edgar Allan Poe
En su juventud, el tulípero o Liriodendron Tutipiferum, el más magnífico de los árboles selváticos americanos tiene un tronco liso en particular y se eleva con frecuencia a gran altura, sin producir ramas laterales; pero cuando llega a su madurez, la corteza se vuelve rugosa y desigual, mientras pequeños rudimentos de ramas aparecen en gran número sobre el tronco. Por eso la dificultad de la ascensión, en el caso presente, lo era mucho más en apariencia que en la realidad. Abrazando lo mejor que podía el enorme cilindro con sus brazos y sus rodillas asiendo con las manos algunos brotes y apoyando sus pies descalzos sobre los otros, Júpiter, después de haber estado a punto de caer una o dos veces se izó al final hasta la primera gran bifurcación y pareció entonces considerar el asunto como virtualmente realizado. En efecto, el riesgo de la empresa había ahora desaparecido, aunque el escalador estuviese a unos sesenta o setenta pies de la tierra.
—¿Hacia qué lado debo ir ahora, massa Will?—preguntó él.
—Sigue siempre la rama más ancha, la de ese lado—dijo Legrand.
El negro obedeció con prontitud, y en apariencia, sin la menor inquietud; subió, subió cada vez más alto, hasta que desapareció su figura encogida entre el espeso follaje que la envolvía. Entonces se dejó oír su voz lejana gritando:
—¿Debo subir mucho todavía?
—¿A qué altura estás?—preguntó Legrand.
—Estoy tan alto—replicó el negro—, que puedo ver el cielo a través de la copa del árbol.
—No te preocupes del cielo, pero atiende a lo que te digo. Mira hacia abajo el tronco y cuenta las ramas que hay debajo de ti por ese lado. ¿Cuántas ramas has pasado?
—Una, dos, tres, cuatro, cinco. He pasado cinco ramas por ese lado, massa.
—Entonces sube una rama más.
Al cabo de unos minutos la voz de oyó de nuevo, anunciando que había alcanzado la séptima rama.
—Ahora, Jup—gritó Legrand, con una gran agitación—, quiero que te abras camino sobre esa rama hasta donde puedas. Si ves algo extraño, me lo dices.
Desde aquel momento las pocas dudas que podía haber tenido sobre la demencia de mi pobre amigo se disiparon por completo. No me quedaba otra alternativa que considerarle como atacado de locura, me sentí seriamente preocupado con la manera de hacerle volver a casa. Mientras reflexionaba sobre que sería preferible hacer, volvió a oírse la voz de Júpiter.
—Tengo miedo de avanzar más lejos por esa rama: es una rama muerta en casi toda su extensión.
—¿Dices que es una rama muerta Júpiter?—gritó Legrand con voz trémula.
—Sí, massa, muerta como un clavo de puerta, eso es cosa sabida; no tiene ni pizca de vida.
—¿Qué debo hacer, en nombre del Cielo?.—preguntó Legrand, que parecía sumido en una gran desesperación.
—¿Qué debe hacer?—dije, satisfecho de que aquella oportunidad me permitiese colocar una palabra—; Volver a casa y meterse en la cama. ¡Vamonos ya! Sea usted amable, compañero. Se hace tarde; y además, acuérdese de su promesa.
—¡Júpiter!—gritó él, sin escucharme en absoluto—, ¿me oyes?
—Sí, massa Will, le oigo perfectamente.
—Entonces tantea bien con tu cuchillo, y dime si crees que está muy podrida.
—Podrida, massa, podrida, sin duda—replicó el negro después de unos momentos—; pero no tan podrida como cabría creer. Podría avanzar un poco más, si estuviese yo solo sobre la rama, eso es verdad.
—¡Si estuvieras tú solo! ¿Qué quieres decir?
—Hablo del escarabajo. Es muy pesado el tal escarabajo. Supongo que, si lo dejase caer, la rama soportaría bien, sin romperse, el peso de un negro.
—¡Maldito bribón!—gritó Legrand, que parecía muy reanimado—. ¿Qué tonterías estas diciendo? Si dejas caer el insecto, te retuerzo el pescuezo. Mira hacia aquí, Júpiter, ¿me oyes?
—Sí, massa; no hay que tratar así a un pobre negro.
—Bueno; escúchame ahora. Si te arriesgas sobre la rama todo lo lejos que puedas hacerlo sin peligro y sin soltar el insecto, te regalare un dólar de plata tan pronto como hayas bajado.
—Ya voy, massa Will, Ya voy allá—replicó el negro con prontitud—. Estoy al final ahora.
—¡Al final! —Chillo Legrand, muy animado—. ¿Quieres decir que estas al final de esa rama?
—Estaré muy pronto al final, massa... ¡Ooooh! ¡Dios mío, misericordia! ¿Que es eso que hay sobre el árbol?
—¡Bien! —Gritó Legrand muy contento—, ¿qué es eso?
—Pues sólo una calavera; alguien dejó su cabeza sobre el árbol, y los cuervos han picoteado toda la carne.
—Una calavera, dices! Muy bien... ¿Cómo está atada a la rama? ¿Qué la sostiene?
—Seguramente, se sostiene bien; pero tendré que ver. ¡Ah! Es una cosa curiosa, palabra..., hay una clavo grueso clavado en esta calavera, que la retiene al árbol.
—Bueno; ahora, Júpiter, haz exactamente lo que voy a decirte. ¿Me oyes?
—Sí, massa.
—Fíjate bien, y luego busca el ojo izquierdo de la calavera.
—¡Hum! ¡Oh, esto sí que es bueno! No tiene ojo izquierdo ni por asomo.
—¡Maldita estupidez la tuya! ¿Sabes distinguir bien tu mano izquierda de tu mano derecha?
—Sí que lo sé, lo sé muy bien; mi mano izquierda es con la que parto la leña.
—¡Seguramente! eres zurdo. Y tu ojo izquierdo está del mismo lado de tu mano izquierda. Ahora supongo que podrás encontrar el ojo izquierdo de la calavera, o el sitio donde estaba ese ojo. ¿Lo has encontrado?
—Hubo una larga pausa. Y finalmente, el negro preguntó:
—¿El ojo izquierdo de la calavera está del mismo lado que la mano izquierda del cráneo también?... Porque la calavera no tiene mano alguna... ¡No importa! Ahora he encontrado el ojo izquierdo, ¡aquí está el ojo izquierdo! ¿Qué debo hacer ahora?
—Deja pasar por él el escarabajo, tan lejos como pueda llegar la cuerda; pero ten cuidado de no soltar la punta de la cuerda.
—Ya está hecho todo, massa Will; era cosa fácil hacer pasar el escarabajo por el agujero... Mírelo cómo baja.
Durante este coloquio, no podía verse ni la menor parte de Júpiter; pero el insecto que él dejaba caer aparecía ahora visible al extremo de la cuerda y brillaba, como una bola de oro bruñido a los últimos rayos del sol poniente, algunos de los cuales iluminaban todavía un poco la eminencia sobre la que estábamos colocados. El escarabajo, al descender, sobresalía visiblemente de las ramas, y si el negro le hubiese soltado, habría caído a nuestros pies. Legrand cogió en seguida la guadaña y despejó un espacio circular, de tres o cuatro yardas de diámetro, justo debajo del insecto. Una vez hecho esto, ordenó a Júpiter que soltase la cuerda y que bajase del árbol.
Con gran cuidado clavó mi amigo una estaca en la tierra sobre el lugar preciso donde había caído el insecto, y luego sacó de su bolsillo una cinta para medir. La ató por una punta al sitio del árbol que estaba más próximo a la estaca, la desenrolló hasta ésta y siguió desenrollándola en la dirección señalada por aquellos dos puntos —la estaca y el tronco—hasta una distancia de cincuenta pies; Júpiter limpiaba de zarzas el camino con la guadaña. En el sitio así encontrado clavó una segunda estaca, y, tomándola como centro, describió un tosco círculo de unos cuatro pies de diámetro, aproximadamente. Cogió entonces una de las azadas, dió la otra a Júpiter y la otra a mí, y nos pidió que cavásemos lo más de prisa posible.
A decir verdad, yo no había sentido nunca un especial agrado con semejante diversión, y en aquel momento preciso renunciaría a ella, pues la noche avanzaba, y me sentía muy fatigado con el ejercicio que hube de hacer; pero no veía modo alguno de escapar de aquello, y temía perturbar la ecuanimidad de mi pobre amigo con una negativa. De haber podido contar efectivamente con la ayuda de Júpiter no hubiese yo vacilado en llevar a la fuerza al lunático a su casa; pero conocía demasiado bien el carácter del viejo negro para esperar su ayuda en cualquier circunstancia, y más en el caso de una lucha personal con su amo. No dudaba yo que Legrand estaba contaminado por alguna de las innumerables supersticiones del Sur referentes a los tesoros escondidos, y que aquella fantasía hubiera sido confirmada por el hallazgo del escarabajo, o quizá por la obstinación de Júpiter en sostener que era un "escarabajo de oro de verdad". Una mentalidad predispuesta a la locura podía dejarse arrastrar por tales sugestiones, sobre todo si concordaban con sus ideas favoritas preconcebidas; y entonces recordé el discurso del Pobre muchacho referente al insecto que iba a ser ''el indicio de su fortuna". Por encima de todo ello me sentía enojado y perplejo; pero al final decidí hacer ley de la necesidad y cavar con buena voluntad para convencer lo antes posible al visionario con una prueba ocular, de la falacia de las opiniones que el mantenía.
Encendimos las linternas y nos entregamos a nuestra tarea con un celo digno de una causa más racional; y como la luz caía sobre nuestras personas y herramientas, no pude impedirme pensar en el grupo pintoresco que formábamos, y en que si algún intruso hubiese aparecido, por casualidad, en medio de nosotros, habría creído que realizábamos una labor muy extraña y sospechosa.
11/3/23
Cuentos "Un hermano así"
Un hermano así
A Paul, un amigo mío, su hermano le regaló un automóvil por Navidad. En Nochebuena, cuando Paul salía de su despacho, encontró un pilluelo de la calle dando vueltas alrededor del brillante coche nuevo, admirándolo.
—¿Es éste su coche, señor? —le preguntó. Paul asintió con la cabeza.
—Me lo regaló mi hermano por Navidad —respondió. El chico se quedó atónito.
—¿Quiere decir que su hermano se lo dio y a usted no le costó nada? Vaya, ojalá... —se interrumpió, vacilante.
Por cierto, Paul sabía ya lo que el chico iba a decir: que ojalá él tuviera un hermano así. Pero lo que realmente dijo lo conmovió hasta lo más hondo.
—Ojalá yo pudiera ser un hermano así —continuó.
Paul lo miró, atónito, e impulsivamente añadió:
—¿Te gustaría dar una vuelta en mi coche?
—Oh, sí. Me encantaría.
Tras un corto recorrido, el chico le preguntó:
—Señor, ¿le importaría pasar frente a mi casa?
Paul esbozó una sonrisa, pensando que sabía lo que deseaba el chico: que sus vecinos vieran que él podía volver a casa en un gran automóvil. Pero otra vez se equivocaba.
—¿Puede detenerse allí, donde están esos dos escalones? —preguntó el niño.
Subió los escalones corriendo y casi en seguida Paul lo oyó regresar con lentitud. Venía trayendo en brazos a su hermanito tullido. Lo sentó en el escalón inferior y, abrazándolo fuertemente, le señaló el coche.
—¿Ves, Buddy, es como yo te dije? Su hermano se lo regaló por Navidad y a él no le costó ni un céntimo. Algún día yo te regalaré a ti uno igual a éste... para que tú puedas ir solo a ver todas las cosas bonitas que hay en los escaparates de Navidad, las que yo he tratado de contarte cómo son.
Paul bajó del coche y sentó al pequeño en el asiento inmediato al del conductor. Con los ojos brillantes, el hermano mayor se instaló junto a él, y esa víspera de Navidad los tres iniciaron un memorable paseo. Paul aprendió cuál había sido la intención de Jesús al decir: «Más bendición es dar...».
10/3/23
"CONVERSACIÓN CON LA ESTUFA" - HERMANN HESSE
Está ante mí, corpulenta, panzuda, con las grandes fauces llenas de fuego. Se llama Franklin...
-¿Eres tú Benjamín Franklin?- le pregunté.
-No, sólo Franklin, Francolino. Soy una estufa italiana, una excelente invención. No caliento mucho, pero como invento, como producción de una industria muy desarrollada...
-Sí, ya lo sé. Todas las estufas con nombres hermosos calientan mucho, todas son invenciones excelentes,
algunas son productos gloriosos de la industria, como se demuestra en los prospectos. Yo las aprecio mucho, merecen admiración. Pero dime, Franklin, ¿cómo es que una estufa italiana lleva un nombre americano? ¿No es esto extraño?
-No, esto es un secreto, ¿sabes? Los pueblos cobardes tienen canciones populares en que se ensalza el valor. Los pueblos sin amor tienen obras teatrales en que se glorifica al amor. Así nos sucede también a nosotras, las estufas. Una estufa italiana tiene, la mayoría de las veces, un nombre americano, como una estufa alemana tiene, casi siempre, un nombre griego. Son alemanas y no son mejores que yo en nada, pero se llaman Eureka o Fénix o Despedida de Héctor. Esto despierta grandes recuerdos. Por eso me llamo Franklín. Soy una estufa, pero también podía ser un estadista. Tengo una gran boca, caliento poco, escupo humo por un tubo, tengo un buen nombre y despierto grandes recuerdos. Así soy.
-Es cierto -dije yo-; siento gran admiración por usted. Puesto que es usted una estufa italiana, ¿podrían asarse castañas en usted, verdad?
-Ciertamente que sí; cualquiera es libre de hacerlo. Es un pasatiempo que a muchos agrada. Otros hacen versos o juegan al ajedrez. Es cierto que se pueden asar castañas en mí. Es verdad que se queman y no hay quien las coma, pero en eso reside el pasatiempo. Los hombres no aman nada tanto como los pasatiempos, y yo soy una obra humana y debo servir al hombre. Cumplimos con nuestro deber, con nuestro sencillo deber; somos monumentos, ni más ni menos.
-¿Monumentos, dice usted? ¿Se consideran ustedes monumentos?
-Todos nosotros somos monumentos. Nosotros, los productos de la industria, somos monumentos de una cualidad que escasea en la Naturaleza y sólo se encuentra en elevada perfección en los hombres.
-¿Qué cualidad es esa, señor Franklin?
-El sentido de lo poco práctico. Yo soy, como muchos de mis semejantes, un monumento de ese sentido. Me llamo Franklin, soy una estufa, tengo una boca grande que devora la madera, y un gran tubo por el que el calor encuentra el camino más rápido para salir al exterior. Tengo, también, lo que no carece de importancia adornos, leones y otras cosas, y tengo algunas llaves que se pueden abrir y cerrar, lo cual causa mucho placer. Esto también sirve de pasatiempo, igual que las llaves de una flauta que el músico puede abrir o cerrar a discreción. -Esto le da la ilusión de que hace algo simbólico, y así es, en efecto.
-Me maravilla usted, Franklin. Es usted la estufa más juiciosa que he visto hasta ahora. Pero acláreme esto ¿Es usted una estufa en realidad o un monumento?
-¡Cuánta pregunta! Ya sabe usted que el hombre es el único ser que da un sentido a las cosas. El hombre es así; yo estoy a su servicio, soy su obra, me limito a señalar los hechos. El hombre es idealista, es un pensador. Para los animales, un roble es un roble, una montaña es una montaña, el viento es viento, y no un hijo del Cielo. Pero para los hombres todo es divino, todo es profundo, todo es simbólico. Todo significa algo enteramente distinto de lo que es. El ser y el parecer están en litigio. La cosa es una antigua invención, creo que se remonta a Platón. Una muerte es una heroicidad, una epidemia es el dedo de Dios, una guerra es una glorificación de Dios, un cáncer de estómago es una evolución. ¿Cómo podría ser una estufa solamente una estufa? No; ella es un símbolo, un monumento, un mensajero. Cierto que parece ser una estufa, y hasta lo es en algún sentido, pero desde su rostro simple le está sonriendo a usted la antiquísima Esfinge. Ella también es portadora de una idea; también es una voz de lo divino. Por eso se la quiere, por eso se la tributa admiración. Por eso calienta poco y sólo accidentalmente. Por eso se llama Franklin.
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