12/11/17

Cuentos: "FALDUM" - HERMAN HESSE


FALDUM
HERMAN HESSE

La carretera que llevaba a la ciudad de Faldum a lo largo del montañoso país, atravesaba bosques, trigales, prados verdes y extensos. Y cuanto más se acercaba a la ciudad, tanto más frecuentes eran las granjas, huertos y casas de campo a lo largo del camino. El mar se hallaba a gran distancia -no se lo veía y el mundo no parecía consistir sino en colinas, valles pequeños y hermosos, praderas, bosques, labrantíos y huertos frutales. Era un país que no sufría carencia alguna de frutas y madera, leche y carne, manzanas y nueces. Las aldeas eran muy bonitas y limpias, y las gentes en general honradas y laboriosas, nada amigas de empresas arriesgadas o inquietantes. Y cada cual estaba contento de que al vecino no le fuera peor que a uno mismo. Tal era la naturaleza del país de Faldum, y de un modo similar lo es la de la mayoría de los países del mundo, en tanto no ocurran cosas extraordinarias.

La bonita carretera que conducía a la ciudad (se la llamaba Faldum, igual que el país), aquella mañana, desde el primer canto del gallo, estaba tan vivamente animada y concurrida como sólo podía vérsela una vez al año. Pues ese día se celebraba la gran feria de la ciudad, y en veinte millas a la redonda no había campesino o campesina, maestro, oficial o aprendiz, peón o criada, muchacho o muchacha que no hubiera estado pensando durante semanas en la gran feria, soñando con visitarla. Por supuesto, no todos podían ir: también había que cuidar el ganado, los niños pequeños, los ancianos y enfermos. Y aquel a quien le había tocado quedarse a vigilar la casa y el corral, creía haber perdido casi un año de su existencia, y hasta le dolía ese hermoso sol que desde muy temprano se mostraba cálido y festivo en el cielo azul de fines del verano.

Las mujeres y las sirvientas venían con sus canastitos al brazo, y los jóvenes de mejillas afeitadas, con sendos claveles o amelos en el ojal, todos bien endomingados; y también venían las colegialas con sus cabellos brillantes, todavía húmedos y opulentos, cuidadosamente trenzados. Los conductores de coches llevaban una flor o una cintita roja anudada al mango del látigo, y el que podía permitírselo engalanaba sus corceles con grandes jaeces de cuero hasta las corvas, de los que pendían relucientes discos de latón. Marchaban también carromatos, sobre los cuales se había armado un toldo verde con ramas de haya arqueadas, y debajo se sentaba muy apretada la gente con canastos o niños en el regazo; la mayoría cantaba a coro en voz bien alta. Entre aquellos vehículos circulaba a ratos un coche, adornado con banderas y flores de papel rojas, azules y blancas entre el verde follaje de hayas, del que provenía una música aldeana estridente, y en medio de las ramas se veían en la penumbra las doradas trompas y trompetas que relucían suave y deliciosamente. Chiquillos que desde el amanecer habían estado jugando y corriendo empezaron a lloriquear, y eran consolados por sus madres sudorosas: alguno encontraba refugio al lado de un cochero bondadoso. Una anciana empujaba un cochecito con dos mellizas que iban durmiendo; y entre las dormidas cabecitas infantiles, sobre la almohada, no menos redondas y rubicundas, yacían dos muñecas bien peinadas y primorosamente vestidas.

Aquellos que tenían su morada junto a la carretera y no estaban ese día camino a la feria, disfrutaban de una mañana entretenida y podían distraer sus ojos sin cesar. Pero de esos había pocos. Sentado en una escalera de jardinero, un niño de diez años lloraba, ese día tendría que quedarse en casa con la abuela. Pero tras haber comido y Horado bastante, al ver pasar corriendo a un par de chicos de la aldea, pegó de improviso un salto y se unió a ellos. No lejos de ese sitio vivía un viejo solterón que no quería saber nada de la feria, porque sentía gastar su dinero en esas cosas. Se había propuesto, mientras todo el mundo estaba de fiesta, recortar, sin que nadie lo viera, el crecido seto de espino blanco de su jardín, pues buena falta le hacía; y en efecto, apenas se disipó un poco el rocío mañanero, puso animosamente manos a la obra con las grandes tijeras de podar. Pero poco antes de una hora tuvo que dejar el trabajo y se metió, irritado, en su casa, pues no había jovencito que pasase a pie o en coche por allí, que no contemplase asombrado al podador y le hiciera luego alguna broma respecto a su laboriosidad intempestiva, lo que hacía reír a las muchachas. Y como se enfureciese y los amenazara con sus largas tijeras de podar, entonces todo el mundo se quitaba el sombrero, lo agitaba y hacía ostentosos saludos con risas y ademanes burlones. Así acabó por sentarse adentro tras los postigos cerrados, pero desde allí dirigía miradas envidiosas a través de las rendijas; y cuando con el tiempo se le fue calmando la furia y vio pasar deprisa o corriendo a los contados y últimos concurrentes a la feria, como si estuvieran por perder el alma, se puso los zapatos, echó un escudo en la bolsa, empuñó el bastón y se dispuso a salir. Pero de pronto se le ocurrió que un escudo era mucho dinero. Lo sacó, lo sustituyó por medio escudo y volvió a atar la bolsa de cuero. Acto seguido la metió en el bolsillo, cerró la puerta de la casa y del jardín, y salió corriendo tan apresuradamente que antes de llegar a la ciudad se adelantó a varios peatones e incluso a dos carruajes.

Ya estaba lejos; su casa y su jardín habían quedado vacíos, y el polvo de la carretera ya comenzaba a posarse. El trote de los caballos y la música de los instrumentos de viento se habían extinguido y perdido. Los gorriones venían desde las rastrojeras, se bañaban en el blanco polvo y observaban lo que había quedado del tumulto. La carretera se extendía despoblada, muerta y caliente, y desde muy lejos, débil y extraviado, llegaba de vez en cuando algún grito de alegría, y algún tono como de música marcial.

En eso, salió del bosque un hombre con un sombrero de ala ancha calado hasta los ojos, caminando solo y sin prisa alguna por la desierta carretera. Era muy corpulento y tenía el paso firme y sosegado de los viajeros que han andado mucho. Vestía de gris y modestamente; desde la sombra proyectada por el sombrero sus ojos miraban con el cuidado y la calma propios de un hombre que no pretende nada más del mundo, pero que contempla con atención cada cosa y no pasa por alto ninguna. Lo observaba todo: los incontables y confundidos rastros de los carruajes; las huellas de la herradura de cierto caballo cuya pata trasera izquierda se venía arrastrando; la lejana ciudad de Faldum, pequeña aún, envuelta en un vaho polvoriento, que se elevaba sobre una colina con sus tejados brillantes; a una viejecita que, llena de miedo y en dificultades, andaba desconcertada por un jardín llamando- a alguien que no contestaba. En uno de los bordes del camino vio también el destello de un pequeño objeto de metal: se agachó y recogió un brillante disco de latón que seguramente se le había caído de la collera a algún caballo y se lo puso como una especie de insignia. Y luego vio junto a la carretera un viejo seto de espino blanco recientemente podado a lo largo de unos pocos metros. Al principio el trabajo parecía haber sido realizado con precisión, prolijidad y gusto, pero luego, a cada medio metro, la cosa empeoraba, pues aquí se había dado un corte demasiado profundo, allí sobresalían olvidadas algunas ramas hirsutas y espinosas. Más adelante encontró el forastero una muñeca tirada en la carretera, sobre cuya cabeza debió haber pasado la rueda de un coche, y un trozo de pan de centeno que brillaba todavía a causa de la mantequilla derretida untada sobre él; y por último halló una bolsa de recio cuero, dentro de la que había una moneda de medio escudo. Recostó la muñeca a la orilla del camino contra un guardacantón; i ¡desmigajó el pan y lo repartió entre los gorriones; y metió en su bolsillo la bolsa con el medio escudo.

Todo estaba indeciblemente calmo en la carretera abandonada. El césped de las orillas aparecía cubierto de una espesa capa de polvo y agostado a causa del sol. Cerca de allí, en el corral de una granja, las gallinas -no se veía un alma- cacareaban y tartamudeaban soñolientas por el calor del sol. En un azulado huerto de coles, una vieja encorvada arrancaba yuyos del suelo reseco. El caminante le preguntó cuánto faltaba todavía para llegar a la ciudad. Pero era sorda, y aunque él luego le habló más fuerte, ella sólo pudo mirarlo con cara de súplica y sacudió la cabeza canosa.

Mientras seguía adelante, comenzó a oír la lejana música de la ciudad, que por momentos se percibía y por momentos no; a medida que se aproximaba, los sonidos se hacían más frecuentes y prolongados. Por último se escuchó la música y una confusión de voces ininterrumpidamente -parecía una cascada remota como si todo el gentío allí reunido estuviera en plena diversión. Un arroyo corría ahora junto a la carretera, ancho y tranquilo, en el que nadaban patos, mientras bajo el espejo azul crecían las algas verdeoscuras. En aquel punto la carretera empezaba a subir, el arroyo hacía una curva y un puente de piedra lo cruzaba. Sobre el angosto pretil del puente estaba sentado un hombre -una flaca silueta de sastre- durmiendo con la cabeza agachada. El sombrero se le había caído en el polvo y junto a él, como vigilando, había un gracioso perrito. El forastero intentó despertar al que dormía, pues corría peligro de caerse del puente. No obstante, miró primero abajo y vio que la altura era escasa y las aguas poco profundas; dejó entonces que el sastre continuase durmiendo en su asiento.

Y ahora, tras una pequeña subida empinada, la puerta de la ciudad de Faldum, que se ofrecía abierta de par en par, sin ninguna persona a la vista. El hombre la traspuso y y sus pasos retumbaron de pronto con fuerza en una calle empedrada, donde a lo largo de las casas, a ambos lados de la calzada, había una hilera de carros y calesas vacíos y desenganchados. Desde otras calles venían ruidos y un sordo rodar de coches, pero allí no podía verse a nadie. La callejuela yacía en plena sombra y sólo las ventanas superiores de las casas reflejaban la dorada luz del día. Allí se detuvo el caminante a descansar un poco, sentándose en la lanza de un carromato. Al continuar la marcha, dejó sobre el pescante el disco de latón que había encontrado un rato antes.

Apenas había terminado de recorrer otra calle, cuando se vio rodeado por los ruidos y alborotos de la feria. En cien barracas, vendedores gritones pregonaban sus mercaderías; los niños soplaban en plateadas trompetas; los carniceros sacaban ristras enteras de frescas y húmedas salchichas de las enormes calderas hirvientes; un charlatán, de pie sobre una tribuna elevada, miraba con vehemencía a través de unos gruesos anteojos de cuerno y señalaba hacia una pizarra donde constaban todas las enfermedades y achaques del género humano. Cerca del caminante pasó un hombre de largos cabellos negros, que llevaba un camello de una cuerda. El animal miró orgullosamente desde su largo pescuezo a la multitud abajo, rumiando en todas direcciones con sus labios hendidos.

El hombre del bosque lo contemplaba todo con atención. Se dejaba apretujar y empujar por el gentío; miraba en la barraca de un hombre que ofrecía pliegos de aleluyas; y más allá leía los proverbios y marbetes estampados en los alfajores azucarados. Pero no se detenía en sitio alguno, y parecía como si no encontrara lo que estaba buscando. Así fue avanzando lentamente hasta llegar a la gran plaza principal, en una esquina en la cual anidaba un vendedor de pájaros. Se quedó allí un rato escuchando las voces que provenían de las muchas as, y contestó con suave silbido al pardillo y a la codorniz, al canario y a la curruca.

De pronto advirtió cerca de sí algo que centelleaba tan clara y cegadoramente, como si toda la luz del sol se hubiera concentrado en un solo sitio. Habiéndose aproximado más, vio que se trataba de un gran espejo que colgaba en un puesto de la feria, y junto al cual pendían otros muchos, decenas, un centenar o más: grandes y pequeños, cuadrados, redondos y ovales, espejos de pared y para ser montados, espejos de mano, y asimismo espejitos finos de bolsillo, de los que uno puede llevar consigo para no olvidar la propia cara. El vendedor, con un centelleante espejo de mano en alto, recogía la luz del sol, haciendo luego bailar reflejos fulgurantes sobre su barraca, en tanto que gritaba incansablemente: «¡Espejos, caballeros, aquí se venden espejos! ¡Los mejores espejos, los espejos más baratos de Faldum! ¡Espejos, señoras, magníficos espejos! ¡Fíjense ustedes bien: todo auténtico, todo del mejor cristal!»

El forastero se estacionó junto al puesto de los espejos, como alguien que ha encontrado lo que buscaba. Entre la gente que contemplaba los espejos, había tres muchachas oriundas del país; él se puso a su lado y las miró atentamente. Eran jóvenes campesinas frescas y sanas, ni lindas ni feas. Calzaban zapatos de suela fuerte y medias blancas; tenían trenzas rubias, algo descoloridas por el sol, y animados ojos jóvenes. Las tres sostenían sendos espejos en la mano, aunque no de los grandes y caros; y mientras dudaban en comprarlos y gustaban el dulce tormento de la elección, dirigían de tanto en tanto perdidas y soñadoras miradas sobre la pulida profundidad de los espejos y contemplaban su propia efigie, boca y ojos, el pequeño adorno colgado al cuello, el par de pecas de la nariz, la lisa raya del pelo, la oreja sonrosada. Todo lo cual fue llevándolas al silencio y a poner una cara seria, de modo que el forastero, que estaba detrás de las jóvenes, veía cómo sus rostros miraban desde los espejos con ojos muy abiertos y casi solemnemente.

«¡Ay!», oyó que decía la primera, «¡quisiera. que mi pelo fuese todo rubio como el oro y tan largo que me llegara a las rodillas!»

La segunda muchacha, tras oír el deseo de su amiga, suspiró quedamente y miró de manera entrañable a su espejo, y confesando con rubor también lo que su corazón soñaba, dijo tímidamente: «A mí, si me fuera permitido desear, me gustaría tener las manos más hermosas del mundo, enteramente blancas y tersas con dedos largos y delgados y uñas rosadas.» Al mismo tiempo miraba su mano, que sostenía un espejo oval. La mano no era fea, pero sí un poco ancha y corta y se había puesto tosca y dura a causa del trabajo.

La tercera, que era la menor y la más alegre de las tres, tres, se rió de todo ello y dijo divertida: «No está mal ese deseo, pero las manos no son tan importantes. A mí lo que más me gustaría es convertirme a partir de hoy en la mejor y más ágil bailarina de todo Faldum.»

Pero en ese momento la muchacha se asustó y se volvió, porque desde el espejo y tras su propio rostro la miraba un desconocido de ojos negros y brillantes. Era el forastero, que se había situado detrás de ella, y en el que ninguna de las tres había reparado hasta entonces. Lo miraron asombradas cuando él saludó con una inclinación de cabeza v exclamó: «Por cierto que habéis manifestado tres hermosos deseos, señoritas. ¿Los habéis pedido verdaderamente en serio?»

La menor había colocado a un lado el espejo y escondido las manos tras la espalda. Tenía ganas de hacer pagar al hombre el pequeño susto que le había dado, y pensó contestarle con una palabra cortante. Pero al mirar su rostro, le vio tanto poder en la mirada, que se quedó sin saber qué hacer. «¿Qué puede importaros lo que deseo para mí?» dijo simplemente y se ruborizó.

Pero la otra, la que había deseado para sí unas manos finas, cobró confianza hacia aquel hombrón, de cuya naturaleza emanaba algo paternal y digno. «Por cierto que sí», dijo, «lo pedíamos en serio. ¿Es que pueden desearse cosas más hermosas?»

El vendedor de espejos se había aproximado y otras personas prestaban asimismo atención. El forastero se había levantado el ala del sombrero, de modo que se le veían una frente clara y despejada y los ojos imperiosos. Se inclinó ante las tres muchachas y exclamó sonriente: «¡Ved, ya tenéis todo lo que habéis deseado!»

Las muchachas se miraron unas a otras, y luego rápidamente en un espejo. Las tres palidecieron entonces de asombro y alegría. Una había adquirido espesos rizos dorados que le llegaban hasta las rodillas. La segunda sostenía su espejo con manos blanquísimas y muy esbeltas, propias de una princesa. Y la tercera se halló de pronto erguida sobre zapatillas de baile de cuero rojo, mientras sus tobillos se habían vuelto tan finos como los de una corza. No podían comprender nada de lo que había sucedido, pero la de las manos aristocráticas rompió en un piadoso llanto, y tras apoyarse en el hombro de su amiga lloró de felicidad en su larga cabellera de oro.

Enseguida se empezó a comentar y a gritar la historia del milagro por todo el ámbito de la feria. Un joven menestral que lo había visto todo, estaba allí parado con ojos desorbitados y miraba al desconocido fijamente, como petrificado.

«¿Por qué no deseas tú también algo?», le preguntó de sopetón el desconocido.

El operario se sobresaltó, estaba completamente desorientado y dejó correr desvalido la mirada en derredor, en acecho de algo que pudiera desear. Vio entonces, colgada en la tienda de un carnicero, una enorme ror de un grueso y rojo salchichón ahumado, y señalando en aquella dirección, tartamudeó: «Me gustaría una ristra de salchichón ahumado como ésa.» Y en el acto la, ristra le colgaba del cuello, y todos los que lo vieron empezaron a reír y a gritar, y cada uno trataba de arrimarse al forastero y quería formular también su deseo. Así lo hicieron, en efecto, y el que estaba más cerca en la fila fue más atrevido y pidió un traje de paño nuevo para pasear los domingos. Y apenas formulara su deseo, estaba metido en un traje elegantísimo y flamante, comparable a los del burgomaestre. Después le tocó a una campesina, que tuvo el ánimo de pedir francamente diez escudos, e inmediatamente los diez escudos tintineaban en su bolsillo.

Con esto la gente vio que ocurrían allí milagros verdaderos, y pronto rodaron las noticias por toda la plaza del mercado y a través de la ciudad. La multitud formó entonces rápidamente una gigantesca masa compacta en torno a la barraca del vendedor de espejos. Muchos se reían todavía y tomaban aquello a broma; otros no creían nada y hablaban con desconfianza. Pero muchos, atacados por la fiebre de los deseos, acudían corriendo con Ojos ardientes y rostros sofocados que la codicia y la inquietud desfiguraba, pues temían que el manantial pudiera agotarse antes de que ellos alcanzaran a extraer el agua. Los niños pedían pasteles, ballestas, perros, sacos llenos de nueces, libros y juegos de bolos; las muchachas se marchaban de allí felices con nuevos vestidos, cintas, guantes y sombrillas. Un pequeño de diez años, que se había escapado de casa de la abuela, y a quien la magnificencia y el brillo de la feria habían sacado de quicio, pidió con voz clara un caballito vivo, pero negro, tenía que ser negro. De inmediato relinchó tras él un potrillo negro y restregó confiadamente su cabeza contra la espalda del niño.

Entre la muchedumbre totalmente ebria a causa del prodigio, se abrió paso a la fuerza un solterón entrado en años, bastón de paseo en mano, que se adelantó temblando y apenas podía pronunciar palabras debido a la excitación que traía.

«Deseo», dijo tartamudeando, «de ... seo doscientos ... » El forastero lo miró, como inspeccionándolo, sacó una bolsa de cuero de sus bolsillos y la puso ante los ojos del excitado hombrecito. «¡Esperad un momento!», dijo. «¿No habéis perdido por ventura este monedero? Hay medio escudo dentro.»

«¡Sí, sí, yo lo he perdido!», exclamó el solterón. «Es mío.»

«¿Queréis recuperarlo?»

«¡Sí, sí, dádmelo!»

De este modo recibió la bolsa, con lo cual malgastó su deseo, y entonces, al darse cuenta, levantó su bastón, lleno de ira, contra el desconocido, pero no le acertó y sólo llegó a derribar un espejo. El ruido de los fragmentos no se había disipado aún, cuando se presentó el vendedor y exigió el dinero correspondiente, que el solterón tuvo que pagar.

En ese momento se adelantó un propietario gordo y formuló un deseo importante, a saber: un nuevo tejado para su casa. De inmediato le llegó desde la calle donde estaba situada la casa el resplandor de aquél, con sus tejas flamantes y la blanca chimenea encalada. Todos se agitaron de nuevo, y sus deseos crecieron cada vez más. Pronto surgió uno que sin la menor vergüenza y con la mayor modestia pidió una casa nueva de cuatro pisos en la plaza principal. Y un cuarto de hora más tarde se apoyaba sobre el alféizar de su propia ventana y contemplaba la feria desde allí.

En realidad, ya no había feria. Toda la vida de la ciudad salía, como el río de la fuente, del lugar donde estaba la barraca de los espejos en la que se hallaba el desconocido y donde era posible satisfacer los deseos de cada uno. Gritos de admiración, envidia o carcajadas seguían a cada deseo, y cuando un chiquilín hambriento deseó para sí nada más que un sombrero lleno de ciruelas, le fue llenado con escudos el sombrero de alguien que no había sido demasiado modesto en su solicitud. Gran alborozo y aplauso provocó la gruesa mujer de un tendero que quería verse libre de un molesto bocio. Aquí se mostró, sin embargo, lo que la saña y la envidia son capaces de hacer. Pues el propio marido, malavenido como estaba con ella -precisamente acababan de reñir-, utilizó el deseo que hubiera podido volverlo rico, para pedir que el bocio desaparecido volviera a su antiguo lugar. Pero el ejemplo había sido dado, y fueron traídos un montón de lisiados y enfermos. Y la multitud entró en un nuevo estado de embriaguez cuando los tullidos empezaron a bailar y los ciegos saludaron a la luz con ojos dichosos.

Entretanto, la gente menor había estado correteando por todas partes y divulgando el espléndido prodigio. Así hablaban, por ejemplo, de una vieja y fiel cocinera que estando junto al horno ocupada en asar un ganso para su amo, sintió llegar a través de la ventana también esas voces. No pudiendo resistirse, salió corriendo hacia la plaza del mercado, para pedir que se le cumpliera su anhelo de vida opulenta y feliz. Pero a medida que iba avanzando entre la muchedumbre, tanto más claramente le remordía la conciencia, y cuando le llegó el turno y pudo formular su deseo, renunció a todo y sólo pidió que el ganso no se hubiera achicharrado antes de estar ella de vuelta.

El tumulto no tenía fin. Las niñeras salían precipitadamente de sus casas y llevaban a los críos en los brazos, los enfermos se levantaban de sus camas y corrían afanosos en camisa por las calles. También acudió, completamente trastornada y desesperada, una viejecita que había venido andando desde el campo, y cuando se enteró del asunto de los deseos, rogó entre sollozos que pudiera volver a ver sano y salvo al nieto que se le había perdido. Y he aquí que llegó de inmediato el chico montado en un caballito negro y cayó riendo en sus brazos.

Por último, la ciudad entera, trastornada, se encontró en pleno delirio. Parejas de enamorados, cuyos deseos se habían cumplido, andaban del brazo; familias pobres se paseaban en calesas vistiendo aún las ropas remendadas que se habían puesto esa misma mañana. Todos los que estaban ya arrepentidos, y no eran pocos, de haber formulado un deseo poco inteligente, se alejaban tristes o bebían para olvidar en el viejo pozo del mercado, que se había llenado del mejor vino por el deseo de un bromista.

Y finalmente quedaron en la ciudad de Faldum sólo dos hombres que no sabían nada del prodigio y no habían solicitado ningún deseo para sí. Eran dos jóvenes que se pasaban el tiempo metidos en la alta buhardilla de una vieja casa del suburbio, con las ventanas cerradas. Uno de ellos estaba en el centro del cuarto, sujetaba el violín bajo la barbilla y tocaba con pasión; el otro, sentado en un rincón, sostenía la cabeza entre las manos y estaba completamente sumido en lo que escuchaba. A través de los pequeños vidrios de la ventana entraba un sol oblicuo y crepuscular y encendía con su luz intensa un ramillete de flores que se hallaba sobre la mesa, jugando sobre el papel pintado y roto de la pared. La habitación se veía colmada de una cálida luz y de las notas ardientes del violín, igual que una pequeña y escondida cámara de tesoros con el resplandor de las piedras preciosas allí reunidas. El violinista se mecía a uno y otro lado mientras tocaba, y tenía los Ojos cerrados. El oyente miraba mudo el piso, tan inmóvil y ausente como si la vida se le hubiera paralizado.

Entonces se sintieron pasos fuertes en la calle, el portal fue abierto bruscamente, y los pasos se fueron acercando, firmes y ruidosos, escaleras arriba, hasta llegar a la buhardilla. Era el dueño de la casa, que abrió de un empujón la puerta de la estancia y entró dando voces y riendo, de modo que la música se interrumpió abruptamente y el absorto oyente dio un salto furioso y disgustado. También el violinista se mostró triste y colérico ante la interrupción y miró con reproche la risueña cara del dueño de la casa. Pero éste no reparó en ello, agitó los brazos como un borracho y gritó: «¡Eh, vosotros, chiflados, estáis ahí sentados y tocando el violín, y afuera el mando entero se está transformando! ¡Despertad y corred, que no es demasiado tarde aún; en la plaza del mercado hay un hombre que puede realizar los deseos de cada uno! Ya no necesitaréis vivir bajo este techo ni seguir debiendo un alquiler insignificante. ¡Arriba y adelante, antes de que sea demasiado tarde! También yo me he convertido hoy en un hombre rico.»

El violinista escuchó atónito, y puesto que el hombre no le daba paz, dejó a un lado el violín y se encasquetó el sombrero en la cabeza; su amigo lo siguió en silencio. Apenas habían salido de la casa, cuando vieron media ciudad transformada del modo más extraordinario. Con el pecho oprimido, como en mitad de un suefío, pasaron por delante de casas que el día anterior se asentaban grises, contrahechas y míseras, y ahora se erguían altas y adornadas cual palacios. Gentes a las que conocieron como mendigos, iban en coches de cuatro caballos o miraban, alardeando orgullosos, desde las ventanas de sus hermosas casas. Un hombre flaco, con aparienda de sastre, al que seguía un perrito minúsculo, se arrastraba agotado y sudoroso con un saco grande y pesado a cuestas, del cual goteaban, por un agujerito, monedas de oro sobre el empedrado.

Ambos jóvenes llegaron como autómatas a la plaza del mercado, hasta la barraca de los espejos. Allí estaba el desconocido, que les dijo: «No tenéis mucho apuro, según parece, en solicitar vuestros deseos. Precisamente me disponía a irme. Decid, pues, lo que deseáis, sin ningún reparo.

El violinista meneó la cabeza y dijo: «¡Ay, si me hubiérais dejado en paz! No necesito nada.»

«¿No? ¡Piénsalo bien!», exclamó el desconocido. «No tienes más que pedir aquello que se te ocurra.»

Entonces el violinista cerró los ojos un rato y meditó. Y luego dijo en voz baja: «Quiero un violín en el que pueda tocar tan maravillosamente, que todo el mundo con sus ruidos no pueda llegar hasta mí.»

Acto seguido, tenía en sus manos un hermoso violín y un arco. Apretó el violín contra sí y comenzó a tocar: el sonido era dulce y poderoso como una melodía del paraíso. Quien lo oía, se detenía a escuchar con atención y sus ojos adquirían gravedad. Pero como tocase de un modo cada vez más entrañable y majestuoso, fue arrebatado por los Invisibles y se desvaneció en las alturas. Y todavía llegaba desde la lejanía el eco de su música como el suave resplandor del atardecer.

«¿Y tú? ¿Qué vas a desear», preguntó el forastero al otro muchacho.

«¡Me habéis quitado ahora también al violinista!», dijo el joven. «Yo no quería otra cosa de la vida más que oír y contemplar, y pensar sólo en aquello que es imperecedero. Por eso desearía convertirme en una montaña, tan grande como el país de Faldum y tan alta que mi cumbre se elevara por encima de las nubes.»

Entonces comenzó a tronar bajo la tierra, y todo empezó a vacilar; sonó un estrepitoso entrechocar de vidrios, los espejos cayeron hecho añicos sobre el empedrado de la calle; la plaza del mercado se alzó oscilando, así como se alza un paño bajo el que duerme un gato cuando éste despierta y arquea el lomo. Un terror inmenso se adueñó del pueblo; millares de personas huyeron de la ciudad dando gritos, en dirección al campo. Aquellos, empero, que permanecieron en la plaza, vieron surgir detrás de la ciudad una montaña imponente que penetró en las nubes del atardecer. Y simultáneamente vieron que el tranquilo arroyo se metamorfoseaba en un torrente blanco y bravío que, desde lo alto de la montaña llegaba espumeando al valle, tras formar muchos saltos y cascadas.

Había transcurrido un instante y ya el país de Faldum se había convertido en una montaña gigantesca, en cuya falda yacía la ciudad; a lo lejos, en lo hondo, se divisaba el mar. Pero nadie había sufrido daño alguno.

Un viejo que se había quedado junto a la barraca de los espejos y que lo había presenciado todo, dijo a su vecino: «El mundo se ha vuelto loco; estoy contento de no tener que vivir ya mucho tiempo. Sólo siento pena por el violinista, me hubiera gustado oír su música otra vez.»

«Sí», dijo el otro. «Pero decidrne, ¿adónde se ha marchado el desconocido?»

Miraron en torno: había desaparecido. Y cuando dirigieron la vista arriba, a la nueva montaña, vieron en lo alto al forastero, que se alejaba envuelto en una capa tremolante, recortado por unos instantes, enorme, contra el cielo del ocaso, y se desvaneció tras una arista de la roca.

No hay comentarios:

Publicar un comentario