15/11/22

"El señor fiscal" - Federico Andahazi Kasnya - Cuentos

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"El señor fiscal"
"El señor fiscal" - Federico Andahazi- Kasnya - Cuentos


El azar traza caminos curiosos- hilos sutiles que unen venturas e infortunios -, cuyos oscuros arreglos sólo se perciben a la luz impiadosa del paso del tiempo. El mismo año en que en un pabellón de la enfermaría municipal de Ruán, Normandía, nacía Gustav Flaubert, a la misma hora - por así decirlo- pero en París, una partera asistía el alumbramiento de una criatura "maldita": Charles Baudelaire. Pese a que no existe fehaciente constancia de que uno y otro se hubieran conocido, se diría que el destino de ambos estuvo escrito por la misma pluma. Mientras uno cursaba sus tortuosos estudios de derecho y se quejaba con amarga y juvenil soberbia del Código Civil - "aquel estúpido disparate" -, el otro paseaba sus provocativos cabellos teñidos de verde por el Bois de Boulongne.

Algunos años después, cuando aquellos adolescentes que vivieron la bohemia parisina a lo bon vivant, se habían convertido en jóvenes precozmente envejecidos, el destino volvió a tocarlos con el mismo índice; el año en que Baudelaire publicaba Les fleurs du mal, el editor de Flaubert daba a conocer Madame Bovary. Y otra vez la fatalidad llegaba para unirlos: con apenas unos meses de diferencia, el Ministerio Público había decidido denunciar ambas obras ante los tribunales. Los empleados de las librerías no acababan de acomodar los ejemplares sobre las mesas exhibidoras cuando, por el otro extremo, la policía empezaba a retirarlos. Para Las flores del mal se alegaron cargos de blasfemia e indecencia. A Madame Bovary le endilgaron los de inmoralidad y pornografía.

En estas circunstancias, Flaubert y Baudelaire resultaron ser parte de una trinidad cuyo vértice inferior era un oscuro funcionario de la justicia francesa: el fiscal Antoine Pellian. Afortunadamente, la historia no ha dejado demasiadas huellas de monsieur Pellian. El mismo ignoto censor se ocupó de que esto fuera así. Y tuvo tres razones: se dice que el fiscal jamás pudo sobreponerse al bochorno que le ocasionó su acusación a Flaubert. Fue objeto de las más despiadadas burlas en toda Europa. Alguien a dicho que "ya que el honorable mundo de los filisteos se atreve a inmiscuirse donde nada tiene que hacer y meter las narices donde no lo llaman, justo es que se atenga a las consecuencias". Y eso mismo fue lo que hizo monsieur Pellian: no tuvo otro remedio que renunciar a la Justicia.

Antoine Pellian era un hombre poco agraciado. No lo adornaba el don de la locuacidad ni lo asistía la merced de la inteligencia. Según consta en un óleo de ignota autoría, el fiscal era un hombre de facciones inflamadas; los párpados semicerrados le conferían un aspecto somnoliento. Un severo prognatismo que basamentaba su rostro sobre una suerte de balcón maxilar completaba el retrato de un perfecto idiota. El único hecho notable que consta en su inexistente biografía fue, justamente, el de haber sido el acusador de Flaubert y de Baudelaire. Monsieur Pellian era un ferviente nostálgico de la Sagrada Congregación del Índice, creada durante el reinado de Inocencio III en el Concilio Tridentino. Como fiscal del Ministerio Público, llegó a pedir para Las flores del mal, su inclusión en el Index librorum prohibitorum. El juez de la causa se vio obligado a anoticiarlo de que tales catálogos habían sido abolidos ciento cincuenta años antes. Toda noticia ulterior sobre Antoine Pellian se pierde tras su bochornosa participación en este proceso.

Sin embargo, como ha quedado consignado al comienzo de estas notas, el tiempo se encarga de echar luz y de amarrar acontecimientos en apariencia distantes. Existió por aquellos días un excéntrico personaje llamado Jacques Pelian que gozó de cierta ridícula fama. Se lo conoció como el fou de la Trinité a raíz de cierto episodio que consta en la prensa francesa de la época. Me adelanto a decir que, sin forzar demasiado las cosas, no es difícil deducir que Antoine Pellian y Jacques Pelian fueron, en realidad, la misma persona. En una ignota revista satírica en la cual se menciona el caso que habré de relatar, puede verse una caricatura del sujeto de marras de asombroso parecido con el retrato arriba mencionado. Al pie del dibujo puede leerse: Jacques Antoine Pelian, fou de la Trinité.

Según me atrevo a conjeturar, las cosas debieron de haber ocurrido del siguiente modo. El fiscal renunciado, presa de la vergüenza, decidió cambiar su primer nombre por el segundo y cercenarle a su apellido una "L". Quiso el azar y su olfato para los buenos negocios que el viejo acusador de poetas contrajera matrimonio con la heredera de la más importante fábrica de corchos de Francia. Monsieur Pellian enviudó antes de que se cumpliera el primer aniversario de las nupcias. Dedicado por completo al negocio del caucho, llegó a ser uno de los hombres más ricos de Francia. Pero conforme crecía su patrimonio, en la misma proporción se iba desatando en su espíritu un arrebato místico rayano en la enfermedad. Vestía unos curiosísimos atavíos medievales y llegó a tener un aspecto semejante al de Paulo IV.

Monsieur Pellian había encontrado una nueva pasión: la lectura. Todos los días el viejo inquisidor llegaba a su residencia de Montmartre cargado de libros. Toda la actividad que emprendía la desarrollaba con una pasión enfermiza; se decía que en la planta superior había hecho construir una biblioteca que "ocupaba la superficie completa de las paredes. Tal era la cantidad de ejemplares que llegó a coleccionar que pronto la planta superior se había hecho inaccesible".

La fastuosa residencia de Montmartre resultó poco espaciosa para que pudieran convivir con tal cantidad de libros, de modo que decidió convertirla en su biblioteca personal y mudarse a un sitio digno de su magnánima existencia. Compró un lote en la campiña de Provenza, contrató al mejor arquitecto de París y mandó que construyeran un palacio que habría de consagrar a la Santísima Trinidad. Con su propia mano trazó en un papel las torpes líneas que animaban su febril imaginación y se lo mostró al arquitecto. El palacio, inspirado en las antiguas basílicas, presentaba la forma de una cruz latina. El crucero se extendería más allá de los confines de las paredes de las naves. El inmenso salón iba a estar en el centro de la cruz. Su ábside estaría sostenido por tres columnas majestuosas que representarían a cada uno de los fundamentos de la Santa Trinidad: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

El viejo fiscal se encerró durante dos eternos años en su biblioteca de Montmartre a esperar. Jamás perdió su pasión por los libros, que ya empezaban a invadir la planta inferior; apenas si podía desplazarse entre laberínticos pasillos abiertos entre los volúmenes apilados ya sin arreglo a forma ni orden ninguno.

Una templada mañana de junio, monsieur Pelian fue informado de que la obra estaba concluida. El otrora acusador ingresó, extasiado, en su flamante y majestuosa morada. Era un verdadero prodigio; nada tenía que envidiar a los más fastuosos palacios de Europa. Sin embargo, para su estupor, cuando ingresó en el salón de la Santísima Trinidad, descubrió que los tres pilares eran, en realidad, cuatro. Presa de la ira, despidió al arquitecto y, sin miramientos, ordenó que se quitara aquella inopinada columna. Ni siquiera llegó a escuchar las sensatas explicaciones del arquitecto. Otros dos años tuvo que permanecer monsieur Pellian en su biblioteca privada de Montmartre antes de instalarse definitivamente en el remozado Palacio de la Santísima Trinidad.

Muy poco tiempo iba a durar el esplendor de la mansión de Provenza. Sutilmente, las paredes de la sala empezaron a cuartearse. Las pequeñas rajaduras se obstinaban en reaparecer cada vez que eran reparadas. El palacio se quejaba con unos amenazantes crujidos. Los clientes de Pelian hacían cada vez menos frecuentes sus visitas; la servidumbre se redujo de treinta a unas cinco leales almas, que también acabaron por abandonarlo. Los seis perros Dalmacia y los papagayos que andaban sueltos por las alturas del ábside al más seguro aire libre de la campiña. La capa púrpura del señor fiscal estaba salpicada de un fino pedregullo y la cabellera se le encaneció a merced del polvo de yeso. Sentado en el centro de su propio capricho y confiado en la protección del Todopoderoso, monsieur Pelian pudo sentir cómo el mundo empezaba a cimbrar por la bóveda de su cielo. Se encomendó a la Santísima Trinidad, cerró los ojos y se aferró a los brazos del sillón. En el mismo momento en que un pesado ornamento cayó a su lado, pudo más el terror que el temple y en un rapto de cordura corrió hasta la puerta y, una vez traspuesta, siguió su desesperada huida hasta llegar al bosque. Aquel mismo día partió a su vieja residencia de Montmartre. Al cálido cobijo de sus libros, se felicitó por su decisión.

Era aquella una buena noche para leer. Tomó un volumen por el lomo: estaba atascado por la presión de tantos libros. Tiró con un poco más de fuerza y entonces, en una caída unánime hecha de polvo, papel y madera, los miles de ejemplares y las decenas de bibliotecas se derrumbaron sobre la indefensa humanidad del viejo fiscal.

El prefecto de policía que rescató el cadáver de monsieur Pelian no podía salir de su asombro; los infinitos volúmenes esparcidos como escombros sólo respondían a dos únicos títulos: Les fleurs du mal y Madame Bovary. Si de algo no podía acusarse al difunto fiscal era de falta de empeño: había consagrado los últimos años de su vida a evitar que las satánicas obras se propagaran como semillas en el viento.

En Provenza aún nadie se explica cómo un viejo palacio sostenido en tres escuálidas columnas ha podido mantenerse en pie hasta nuestros días.

Por Federico Andahazi- Kasnya
 

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